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sábado, 5 de diciembre de 2015

La felicidad argenta.

Hace varios años trataba de convencerme de muchísimas cosas que veía en comportamientos de la gente, opiniones en Facebook, debates en algún noticiero, hasta moralejas espiritualistas de libros de Coelho. A mis 13 años no se me hubiese pasado por la cabeza entender algo serio de la vida en sí, de la transición de ánimos por las cuales transita un ser humano mientras crece, de accidentes de todo tipo, de buenas y malas fortunas. Hoy día, siendo un 2% más maduro de lo que era antes (sólo para ser modesto), me gusta poder decir que la vida no es como se nos dibuja en nuestra plena juventud.

El ser humano crece y madura respecto de la sociedad en la que cual se formó. Para muchos ahí está la base de la decadencia humana como ser productivo para el medio ambiente y todas esas teorías anti populistas que uno siempre quiere introducir en su convencimiento. Para mí es diferente; el ser humano crece según las modificaciones de las costumbres y los principios que una sociedad tiene, a causa de otra sociedad subversiva, carroñera y engreída. Lo peor de todo esto, es que aplica a políticas, principios de una familia, valores de compañeros, impulsos instintivos, etcétera.

Pero si llevamos esto al concepto de felicidad, entran otros factores que parecen ser los causantes de que un ser humano sea egoísta por naturaleza, que busque persuadir a otros seres humanos para concretar su fin. Por ejemplo:

En mis primeros años de vida, mi felicidad estaba en que mi mamá vuelva de trabajar, que mi abuela me cocine bocaditos de espinaca y que en la merienda me toque una dosis de Ades de naranja bien frío en una significante taza roja para después exhalar lentamente y lamerme el bigotito.
Ya un poco más grande, mi felicidad estaba en que mi vieja me despierte a las 4:15 p. m. para ver Samurai Jack y que, de yapa, me quede mi capítulo diario de Dragon Ball. Estaba en una tarta rebosante de queso. Estaba en cursar la primaria.
Ahora, mi felicidad está en querer estar solo o con las personas que yo seleccione, salir cada fin de semana con amigos, bajarse un par de birras y volver a dormir para empezar un nuevo día con más por vivir.

Pobres. Pobres sean la mayoría de los chicos que nacieron en los 2000. Se habrán perdido de muchísimas cosas. Se habrán perdido de los naranjú a 10¢, de los álbumes de figuritas sin llenar que quedarán en el olvido, del intercambio de cartas de animé, del Topo Gigio, del humor de Jorge Guinzburg, de Soda Stereo, de la canción de Italia '90, de jugar al metegol en el kiosko de a la vuelta de tu casa, de tomar mate en un balcón a la una de la matina, se habrán perdido de haber ido a comprar un "sachet" de leche, una Coca de 600ml., cinco Flynn Paff de uva y un sobre de cartas de YuGiOh al chino de acá a 4 cuadras con tan solo $40 pesos y con cambio.

Dios se encargue de guiarlos por un buen camino alternativo al anteriormente detallado. Les deseo la mejor vida. Pero nunca podrán superar a lo que para los noventosos significan los mismísimos años noventa y sus extasiadas experiencias que hicieron de nosotros la última camada fósil viviente de lo que alguna vez se llamó "la buena Argentina".