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viernes, 16 de julio de 2021

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Me cuesta mucho escribir esto.

Tengo en claro sobre lo que quiero escribir pero no sé por donde empezar.

Hace casi una semana todo era más fácil, sabía que hacer, sabía donde ir y había encontrado una forma inusual de sentirme feliz. Hoy, sin embargo, todo eso se mantiene pero con la sorpresa constante de haber caído en la realidad de que Argentina, por fin, es campeón.

Yo tengo veinticuatro años, en pocas semanas voy a tener veinticinco, soy argentino, vivo en Buenos Aires, me gusta el mate, el dulce de leche, escribir, sé hablar inglés, tengo un blog y un laburo mediocre. En esta época, este tipo de definiciones es común entre nosotros, pero también me di cuenta de algo.

En nuestra singularidad, todos los argentinos, absolutamente todos, nacen con el fútbol, viven rodeados de fútbol, transmiten fútbol, mueren con el fútbol y, en ocasiones, reencarnan en el fútbol.

Un día nace alguien, en tal año, en tal lugar. El padre o la madre, les guste o no el fútbol, son hinchas de algún club. Los tíos, los abuelos, las amistades de alguno de los padres, aunque sea uno, les insisten y presionan para que el sujeto recién nacido sea hincha de algún club de fútbol particularmente querido. Eventualmente ese sujeto crece, es un niño o una niña, va al colegio, se juega un Mundial. Si los partidos son en horario de clase, la clase se suspende y los directivos del colegio ponen un televisor para ver jugar a la Selección. En los recreos, al menos una vez al día, escucha a alguien hablar del resultado de un partido que se jugó el fin de semana pasado. En la adolescencia, tiene normalizadas las conductas de juntarse con gente para ver un partido, o saber que algunos de sus amigos van a la cancha del barrio a jugar un picado, seguramente habrá escuchado anécdotas de gente mayor contando cuando vio jugar a tal jugador o cuando su equipo fue campeón de algo. Llega a la adultez, tiene gente conocida con hijas o hijos crecidos que, por tradición, los han llevado por primera vez a la cancha. Ya ha gritado muchos goles, le guste el fútbol o no, sea hincha de un equipo o no. Y a su vejez, esta persona habrá visto campeón a muchos equipos, ha visto muchos partidos y ha coincidido con pares de su vida para hacer algo en torno a un partido de fútbol. Y todo esto, probablemente, se lo haya transmitido a su descendencia, de generación en generación.

El ser humano nacido en argentina tiene consigo el yin y el yang de la dicha y la desgracia de haber nacido, vivido, muerto y reencarnado en el fútbol.

A mi, antes de nacer, ya me esperaba un banderín que me acreditaba como hincha de Racing. La vida me hizo de Boca. Vi partidos en el colegio. Desayune, almorcé, merendé y cené con partidos de fútbol de fondo. Conocí estadios. Fui a ver a la Selección. Grité goles. Lloré, puteé, festejé y volví a llorar. Y puedo garantizarle a quien sea que lo seguiré haciendo y que, muy probablemente, mis hijos y mis nietos lo hagan también.

Hace casi una semana que me di cuenta de esto, porque hace casi una semana viví algo que nunca había vivido y que me hizo más feliz que nunca.

La Copa América del dos mil veinte se había pospuesto un año por la pandemia. Lo cual odié porque estaba triste y como buen argentino que soy necesitaba de fútbol para ser feliz. Se iba a jugar en dos países, acá y en Colombia. Muy cerca del comienzo de la Copa, Colombia renunció como sede por quilombos políticos, y cuando pensábamos que la íbamos a organizar nosotros en solitario, la CONMEBOL determinó que por tantos casos de Covid-19 que había, tampoco iba a jugarse en Argentina. Estuvo a punto de cancelarse y casi me mato, pero al final se decidió que se jugaría en Brasil, que tenía más crisis sanitaria y política que Argentina y Colombia respectivamente. La final sería en el mítico Estadio Maracaná y todos los equipos de sudamérica participarían.

La última vez que Argentina había gritado campeón había sido hace veintiocho años, justamente también en una Copa América, y desde entonces, perdimos siete finales, pero las últimas tres fueron de manera consecutiva y teniendo al mejor jugador en la historia del fútbol en el plantel.

Nos acostumbramos a ser subcampeones, y no sé por qué, pero el argentino se ilusionó siempre desde el minuto cero como si nada. Para la Copa América de este año teníamos ilusiones renovadas, yo tenía ilusiones renovadas, y no sabía cómo ni por qué.

Pasaban los días, pasaban los partidos y pasaban las reuniones con amigos o en familia viéndolos. Adquirimos cábalas, amuletos de la suerte, pedimos señales divinas, nos llevamos el corazón a la garganta y, de nuevo, como unos imbéciles, nos ilusionábamos.

Ya hacía mucho que el inconsciente colectivo del argentino venía dañado, no solo por el fútbol sino por las desgracias que nos tocó vivir como país. El consuelo más eficaz del argentino es gritar un gol, no importa quien sea, y a esta Copa, con el ataque de un periodismo nefasto y desalentador, la Selección llegaba renovadísima, con técnico joven, con jugadores jóvenes y los históricos que prevalecieron.

Jugamos bien, le ganamos la semifinal a Colombia por penales y un día después del Día de la Independencia, tuvimos que jugar la final contra Brasil, que venía jugando descomunalmente.

Todo el partido fue un chivo en calesita, pero para nosotros era una batalla por la felicidad en el campo. Porque ese 10 de Julio no eran once argentinos contra once brasileños, eramos cuarenta y cinco millones que queríamos y necesitábamos que Argentina salga campeón.

En algún momento del primer tiempo, Ángel Di María metió un golazo que los defensas de Brasil no supieron cómo evitar. Fue uno de los goles que los argentinos más han gritado en su vida, seguramente, pero desde que la pelota tocó la red y hasta que llegara el final del partido, nos dedicamos a sufrir. Lo que faltó del primer tiempo y todo el segundo, los que teníamos la mirada clavada al televisor, hubiésemos hecho millonario a cualquier cardiólogo de la taquicardia y las palpitaciones que teníamos desde el minuto '80. El relator Pablo Giralt de la TV Pública trataba de no llorar con cada segundo que pasaba, cada vez que la cámara enfocaba a alguno de los jugadores se los veía con ojos en trance con la pelota que solamente interrumpían si tenían que mirar al árbitro uruguayo a ver si pitaba el final, yo no podía revisar los mensajes de WhatsApp porque estaba al borde del llanto y doy por seguro que cualquier otro argentino en otro lado del planeta sufría el doble porque la señal televisiva le llegaba con delay. Pero después de los cinco minutos de agregado, y faltando siete segundos para que se cumplan, el árbitro mando las manos al cielo y silbó el final.

Argentina era campeón de América después de veintiocho años.

Había escuchado a un escritor argentino, Hernán Casciari, decir que "tenemos que renovar las hazañas para contarle a nuestros hijos y nuestros nietos", porque había gente de veintiocho años, con hijos, que no sabían lo que era vivir un país entero gritando campeón.

Está en la naturaleza del argentino ser futbolero, y no hay cosa más linda en esa naturaleza que ser y sentirse campeón. Pero este grito fue especial, porque era un grito que muchos nos guardamos por décadas, yo personalmente me lo guardé casi veinticinco años, y la gente lo necesitaba, por lo del Covid, por la economía de mierda, por gente que ya no está y que le hubiese encantado ver a Argentina campeón, por Messi, que fue el mejor e hizo lo que quiso en toda la competición y que se lo merecía más que nadie, por ganarle a Brasil, eterno rival, y porque Dios quiso que no le ganáramos acá en Argentina, sino en el Maracaná y por la mínima.

Me permito responderle a Hernán Casciari, diciéndole que ya tenemos una hazaña hermosa para contar. Y me disculpo con mi vieja, que cuando me fui a festejar al Obelisco y me dijo que me cuide, yo le respondí:

«Y si no me cuido y me cago muriendo, me muero campeón de América».

Pero soy así, los argentinos somos todos así, vivimos en torno al fútbol, pero la dicha y la desgracia de eso nos completa más a quienes vivimos de él.