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martes, 19 de julio de 2022

La noche del cuarto día

 En el año 2215, en la vorágine de un mundo sumido por la tecnología, Ilho Folau se ganaba la vida como ladrona cibernética durante las noches más agitadas de Singapur.

Las principales ciudades del planeta, desde Los Ángeles hasta Tokyo y desde Buenos Aires hasta Oslo, habían perdido su esencia urbana a partir del advenimiento de los microprocesadores, los hologramas, la biotecnología y el electromagnetismo. Sin que la humanidad se diera cuenta, casi en un parpadeo que se saltó doscientos años, se dejaron de utilizar las calles como vía única de transito vehicular, se dejó de usar papel como dinero corriente, los aparatos analógicos pasaron a ser la base de la automatización y las personas, poco a poco y mediante un mundo avanzado que los mantenía ocupados, fueron perdiendo sus últimos gramos de ética y solidaridad que le quedaban.

Sin embargo, en las zonas descentralizadas la cotidianidad era otra. Tanto en los sectores rurales como en las ciudades costeras más alejadas del centro, las rutinas contrastaban notoriamente: En la Capital, el circuito de capitales iba en torno a la metalurgia, las importaciones y exportaciones portuarias y los laboratorios químicos que hacían que la mayoría de los habitantes se trasladara por la ciudad con barbijos debido a la emisión de carbono, y los casinos, las pandillas, los pobres, los ricos, las empresas, los animales y hasta los vidrios de los edificios se adornaban de una parafernalia punk y cibernética con la que años atrás el ser humano disfrutaba de fantasear en vistas a un futuro cada día más incierto; y por el otro lado, las ciudades más lejanas, las zonas rurales y costeras adoptaban una vida permacultural, preservadora y verde, donde las personas, si bien daban uso y explotaban las facilidades de la biotecnología, la única manera de ganarse la vida iba en torno a las ventas de sus cosechas masivas y poco más, y acá es donde jugaba un papel crucial la curiosidad de Ilho.

Mensualmente y en razón de un solo día, un tren flotante que salía desde Jurong por la ruta magnetizada recorría, de punta a punta, los puertos de carga de siete ciudades costeras agrícolas, para luego pasar por otras dos aledañas al Distrito y depositar allí las cargas en centros logísticos de distribución. Así, estas ciudades obtenían sus principales ingresos que debían repartir entre ellas y que, desde ya, no les alcanzaba para mucho.

Así se explica lo de Ilho. A sus 17 años, la joven supo ganarse de las grandes corporaciones, bancos, empresarios, casinos y hasta las más cruentas mafias, una infamia bajo el fenómeno de «la noche del cuarto día». 

Todos los meses, una vez finalizado el recorrido del tren flotante que, casi siempre, se realizaba al cuarto día hábil, la ladrona se escabullía por los techos y violaba los protocolos de seguridad más complejos para hackear, vía cable y a través de una anticuada laptop logueada con el sistema Unix V7, las bases de datos de la tesorería de las organizaciones más acaudaladas y dueñas del mayor porcentaje de ingreso bruto del país. El plan era muy simple, con el correr de los años y ante el advenimiento de tecnologías más complejas, los sistemas de seguridad de última generación ignoraban, por inercia, los cimientos de sus bases multitarea, haciendo que cualquier movimiento digital no registrado quedara como un misterio y dejando obsoletos los datos biométricos de la inteligencia artificial de turno. Además, ¿quién sospecharía de una campesina que viene a repartir frutas y verduras?

Gracias a esta sana cleptomanía, las millonadas de divisas se distribuían entre las siete ciudades costeras mediante el tren flotante hacía su retorno y las víctimas del robo sufrían de su imbecilidad extrínseca por la audacia de Ilho que, aunque joven, se las arreglaba para ocuparse de la subsistencia de sus semejantes sin permitirse distracción alguna, salvo pocas ocasiones.

En el viaje del mes siguiente, la rutina de Ilho fue la misma: preparó su muñequera digital donde figuraba la agenda de entrega, chequeó la carta de stock de todos los vagones, se puso sus botas y guantes con tecnología de sigilo, cargó su laptop en una mochila vieja y salió nomás. Acorde a cada punto de destino, Ilho aprovechaba para hacer su travesía correspondiente, se subía al tren flotante y seguía camino, pero en el intervalo de una de las paradas del mismo, tras agotar las reservas de un banco local aledaño y fingir indiferencia entre el público, pasó por en frente de un bistró y no pudo evitar mirar a través del vidrio.

Todo se veía diferente, el montaje del lugar en el interior, la estética de la gente, sus rasgos, su vestimenta. Aunque en Singapur fuera de noche, a través del vidrio se veían claros solares que acariciaban las caras de los que estaban dentro, disfrutando de su café. Se fijó mucho en su apariencia, en las pieles blancas, los ojos grandes, la elegancia de vestir que lejos estaban de asimilarse al estereotipo singapurense y robotizado. Miraba a su alrededor, tratando de asimilar a los transeúntes de la calle a los del interior del bistró sin éxito alguno.

Quiso entrar al lugar, pero apenas pasaba por la puerta, como si fuese por arte de magia, el café se tornaba "normal", con las características propias y suburbanas que correspondían al exterior. Salió, y nuevamente el vidrio reflejaba esa realidad diferente, de otra época, con gente de otra época. Intentó no perder la cordura y quiso llamar la atención de uno de los clientes del café, un muchacho de anteojos, de pelo atado y camisa azul que disfrutaba de su lectura, pero era inútil, ni golpeando el vidrio logró cautivarlo.

Pero de repente, como si fuese el viento que empuja un charco de agua, el vidrio volvió a reflejar el interior real del lugar con las personas que en aquel momento estaban tomando su café nitrogenado y que miraban con sorpresa a Ilho, que había estado golpeando el vidrio con la mano y haciendo gestos para llamar la atención de alguien que ya no estaba.

Sin entender mucho, Ilho volvió al tren flotante, hizo su última parada para entregar mercadería y, a la vuelta, se sentó junto a la ventanilla del vagón para revisar el estado de su cuenta digital después de otra noche de robos, pero cuando terminó y quiso descansar el resto del viaje mirando el paisaje, a través del vidrio volvía a distinguirse algo diferente; parecía también un transporte, pero más viejo y sucio, con mucha gente que vestía casi igual a quienes había visto a través del bistró pero, más que otra cosa, distinguió al mismo muchacho al que había querido llamarle la atención, sentado, abrigado, con barbijo y nuevamente leyendo un libro.

Sobresaltada, se paró del asiento súbitamente y atinó con ver el reflejo de las demás ventanas del tren, que no reflejaban más que la noche iluminada del exterior. Tratando de calmarse, se acercó al vidrio para llamar la atención de aquel lector haciéndole señas con la mano, como saludándolo, sacó un fibrón de nanotinta y escribió "Ey!" bien grande sobre la ventana, pero tampoco podía verlo. El reflejo se desvaneció.

Antes de irse a dormir, Ilho reflexionó sobre éstos episodios, sobre lo que había visto. Pensaba en si conocía de alguna forma al tipo del tren, si lo había visto en algún otro lado, si era alguna de sus víctimas que por fin la había identificado y estaba tratando de jugarle una mala pasada con un juego de hologramas. Hasta llegó a pensar en si era una una visión que su mente le generaba por puro remordimiento y culpa de hacer lo que hacía, que más allá de ser por una buena causa, no dejaba de ser un delito. No encontraba razón que la dejara tranquila, no quiso darle más vueltas, dejó pasar las semanas y optó por quitarle importancia.

Poco tiempo después, cuando ya era la noche del cuarto día en el centro de Singapur e Ilho ya tenía su agenda llena, no solo del recorrido del tren sino también de su itinerario de robos, le fue inevitable pensar por qué esta vez no había visto nada semejante a lo del mes anterior. Ningún reflejo de ningún vidrio le había permitido ver nada durante toda la jornada, casi que le ganó la decepción pero algo tenía por seguro: lo que sea que estaba viendo, solo ella lo veía y hasta parecía que la seguía. Cuando llegó a la última parada, la joven dejó sus cosas arriba del tren flotante y le indicó vía remota al operador que la esperaba en su granja al otro lado del país, que pasaría la noche en la Capital y regresaría a la mañana del día siguiente. Ella estaba obsesionada con ver, al menos una vez más, al lector aquel, aunque no sabía bien para qué.

A plena madrugada, deambuló por la calle sin rumbo alguno, cruzó algunos puentes, atravesó las peatonales más contrabandeadas, alquiló un deslizador aéreo para hacer más amena la travesía y aprovechó para planear próxima a los edificios más altos, precisamente cerca de las ventanas, sobrevoló al ras del agua los principales ríos y surcó los bajoniveles de neón de toda la ciudad con un solo propósito en común. Pero la noche se le fue muy rápido, sin que le permitiera ver nada.

Al amanecer, con los primeros destellos de luz y con la decepción de no haber visto lo que esperaba, Ilho decidió volverse a la granja en un bullet que salía de la estación costera y, cuando iba en camino, en el cristal de una tienda de mecapartes, vio como empezaba a difuminarse el reflejo para plasmar, una vez más, la imagen de aquel lector que ella tanto estaba buscando. Pero cuando Ilho se acercó al cristal y observó al lector, sentado de espaldas y con la vista hacia abajo, se dio cuenta de que no estaba leyendo, sino escribiendo.

Ilho sabía que cualquier intento para llamarle la atención sería inútil, así que astutamente eligió observar todo lo que pudiera, únicamente para tratar de entender algo, para explicarse por qué esos reflejos la buscaban solo a ella o al menos sacarse la duda de quien era aquel tipo. Se acercó sin prudencia a la distancia, apoyó las manos sobre el vidrio y estudió minuciosamente cada detalle del lugar, desde los muebles de roble hasta las máquinas viejas de café del fondo, los televisores planos ya obsoletos que sintonizaban un canal de noticias y lo que tenía el lector, ahora escritor, sobre la mesa.

De entre tantas cosas, más le llamó la atención la actitud de aquel tipo, se acordaba de las otras dos veces que lo había visto y le fueron suficientes para entender que se trataba de alguien muy afín a la literatura, al arte escrito, factores que en su mundo tan cibernético ya no existían hace mucho. Además, las etnias, la vestimenta y la costumbre general del lugar no le servían para identificar si se trataba de aquel u otro país occidental, pero sí le eran útiles para saber que eran imágenes de un tiempo muy descontinuado, probablemente del 2025 o antes, pensaba.

Probablemente debió haber desistido de su curiosidad más temprano, porque ya sin nada que observar, solo le quedaba intentar distinguir qué era lo que el muchacho tenía escrito en su libreta reglada, y trató de leer.

La letra del escritor no era mala, pero sí muy chica, solamente llegaba a distinguir palabras con mayúsculas como Singapur, Distrito o Unix V7, y acá empezaba su sorpresa, pues estaba hablando de su país, más bien del centro y del sistema operativo que ella misma usaba para hackear. Quizás lo tomó como una coincidencia, capaz hasta como una epifanía pasajera en forma de reflejo a la que no le dedicó mucha atención, pero sí le llamó la atención que el escritor se levantara de la mesa, probablemente para ir al baño, dejando la libreta arrimada al borde y por tanto más legible.

Ilho se acercó aún más, haciendo un zoom esforzado frunciendo los ojos, y empezó a leer. Efectivamente hablaba de su país, de su Capital y de las zonas rurales de donde ella venía, de un contraste tecnológico del cual, para sorpresa de ella, el escritor era consciente aún estando dos siglos atrasado en el tiempo, pero eso no era todo.

La joven continuó leyendo con una preocupación exponencial y compulsiva, descubriendo que mientras más leía, más identificaba lo que estaba escrito con la realidad de su mundo, pero lo que nunca hubiese imaginado leer, era el ceñido detalle de las aventuras de una joven ladrona de las granjas de Singapur, que aprovechaba las noches para robarle a las corporaciones una vez al mes en la noche del cuarto día y que, en un par de eventos desafortunados y confusos, se encontraba con su autor creador en un bistró, a través de reflejos visuales en los vidrios de su ciudad.