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martes, 26 de enero de 2021

Mate frío

Cuando era chico tenía el inocente placer de quedarme escuchando a la gente contar cosas. Pero no cualquier cosa y no a cualquier gente, sino a los que tenían anécdotas atrapantes y eran hábiles para contarlas, de forma original y con la proporción justa de altanería, ni muy humilde ni muy engreído.

En Argentina esa gente es difícil de encontrar, porque los argentinos somos de creernos mucho cuando algo nos sale bien, de exagerar las cualidades de algo que hacemos o hicimos, de entrar en detalle sobre las cosas nuevas que nos compramos o de hablar de más cuando le contamos a un amigo o amiga lo que hicimos el sábado con la persona que nos gusta. Pero más difícil de encontrar es en Buenos Aires, aún en su interior, en la zona rural.

Allá todos son un tanto más simples, quizás no exageran las cualidades de lo que tienen o de lo que son, porque mayormente suelen ser gente bien acomodada que se relaciona con gente que también está bien acomodada, y entre paisanos es de pelotudo presumir una estancia cuando tu vecino tiene otra del mismo perímetro. Pero lo que sí mantienen en regla, haciendo honor al caprichito argentino, es el exagerar lo que a uno le sale bien, sea intencionalmente o de pedo, si querer.

El primer y mejor ejemplo cercano que tuve de alguien así, fue Claudio Monteverde, un camionero que trabajaba para Y. P. F. y que todo el año manejaba desde el Sur hasta diferentes puntos de Buenos Aires para distribuir nafta.

A Claudio lo conocí un día que acompañé a mi viejo a vender mercadería en el interior. Algunos de sus compañeros organizaron un asado en casa de alguien y cayó Claudio con su mujer. Los dos eran bien altaneros, bien hablados, increíblemente altos, morochos, narigones y demasiado feos, como los argentinos de bien. Pero lo que más resaltaba en Claudio no era algo de su físico o de su manera de ser, sino una peculiaridad que trascendía al facor común de los argentinos materos y que, entonces, fue la primera vez que lo vi y me pareció muy extraño: Claudio jamás, por nada del mundo, ni para cortar la carne del asado, ni para cortar el pan, ni para esconderse de los cuatro jinetes del apocalipsis, soltaba el termo de Acassuso que llevaba constantemente debajo del hombro.

Claudio, obvio, era hincha de Acassuso, pero si había algo que quería más que a su club o a su mujer, era su mate. Su termo y su mate, mejor dicho. No había motivo alguno que convenciera a Claudio de dejar el termo apoyado en la mesa, o de dejarlo en el camión o siquiera de colocarlo entre las piernas para que no le moleste al comer. El gordo se comía dos bocados de vacío y se cebaba un mate, pinchaba diez papafritas con el tenedor y se cebaba un mate, le daba un mordizco al choripan y se cebaba un mate, la esposa le pegaba en la nuca para que coma más despacio y Claudio, como si nada, se cebaba otro mate.

Pero lo más increíble, porque de verdad fue increíble, vino cuando el asado se acabó, todos nos llenamos y nos olvidamos de comprar flan para el postre, de manera que para saciar un poco las ganas de bajar el asado y de combatir los dos grados de temperatura que hacían, Claudio nos ofreció cebarnos mate.

Contento de la vida, Claudio puso una pava muy grande en la hornalla, fue a su camión a buscar la yerba Rosamonte que tenía detrás del asiento, llenó su porongo camionero mientras volvía a la casa, abrió su termo Stanley para llenarlo de agua y la ceremonia del mate estaba lista para comenzar con todos expectantes.

El primer mate fue para él, por supuesto, el segundo fue para su mujer, el tercero para el que estaba a su lado y así hasta que le cebó una ronda a todos mientras se hablaba de política, del precio de la nafta, de Susana Giménez o de si pensaban que River tenía posibilidades reales de ganar el Clausura. Pero entonces un compañero de mi viejo, un tal Cacho, alzó la voz entre todos los que charlaban para decirle a Claudio:
—"Che negro, te pasaste con los mates eh".

 Todos, al mismo tiempo, empezaron a decir que sí con la cabeza o soltaron un "See", para darle la razón a Cacho, quien tuvo la astucia de ser el primero en halagar los mates de Claudio y, sin saberlo, de iniciar lo que sería el tutorial más divertido de mi vida.

Claudio estaba contento, le habían dicho que le gustaron los mates, pero no solamente porque eran sus mates los que estaban ricos, sino porque Claudio era argentino, y un elogio para un argentino es un motivo para sentirse poronga. Claudio empezó a hacer caras, como si de satisfacción y euforia se tratasen, no sé que le habrá pintado para ir de un extremo al otro en la regla de los tipos de éxtasis que un argentino puede sufrir cuando toma mate, pero después de agrandarse, se sentó y tiró un "Gracias muchachos", frunciendo los labios hacia abajo como si ya supiera que sus mates eran halagables.

Pero al parecer, a Cacho no le alcanzó con decirle a Claudio que sus mates estaban muy pero muy ricos, sino que insistió y le preguntó:

—"¿Pero cómo hacé', boludo? Somo' catorce sentados acá, nos ha' cebado a todos y el coso ete' sigue como el primero...".

Claro, todos en Argentina sabemos que después de tantas cebadas el mate se lava, los palos de la yerba empiezan a flotar, y todo pasa de saber rico a saber a Riachuelo. Pero los de Claudio no, los de Claudio aguataron dos rondas con el mismo mate, sin cambiarle la yerba ni una sola vez y habiendo calentado dos pavas en la hornalla.

Entonces, Claudio, medio desganado por tener que revelar sus secretos materos a sus compatriotas paisanos ignorantes de la elaboración apropiada de un mate decentemente argentino y campiño, acercó la silla a la mesa, acomodó el culo, apoyó una mano en la madera y dijo:

       —"Yo nomás hago así, cuchá'...".

Todos prestamos atención a la manera en la que Claudio Monteverde preparaba sus mates mientras la mujer lo miraba con una sonrisa que por poco y le explotaba los pómulos. Abarcó todos los factores, el tipo de termo, los tipos de mate, los tipos de yerba, como colocar la bombilla, qué hacer con la bombilla una vez que ha sido insertada en la yerba dentro del mate, donde cebar el agua según el tipo de yerba que se esté usando, a qué temperatura debe estar el agua y cómo darse cuenta de cuando apagar la hornalla, hacia donde se ceba la primera ronda de mate y por qué es siempre a la izquierda y no a la derecha, cómo sacar la bombilla del mate cuando la yerba ya no tiene sabor y cómo colocarla del lado donde la yerba todavía aún no se ha mojado, cómo vaciar el mate sin dañar la madera de adentro y cómo saborearlo sin quemarse el paladar para los principiantes.

En ese momento me di cuenta que Claudio, además de ser un argentino feo, canchero y altanero, también era un apasionado. O mejor aún, un profesional. Un profesional del mate. El tipo podía trabajar para Y. P. F., pero su vocación no estaba en el volante del camión, o en llevar dinero a su familia para vivir cómodamente, ni en ver los partidos de Acassuso apoyado en una pared de la estación de servicio mientras espera que se le llene el tanque, sino que estaba en la extensión de sí mismo, su mate.

Todos estábamos más calentitos por los mates de Claudio, y yo personalmente estaba medio atontado por la increíble historia de amor humano-mate que me había contado. Pero por última vez, Cacho volvió a preguntar:

—"Pero cuchame, ¿nunca se te enfrían?"

Todos giramos la mirada hacia Claudio, quien frunció el seño y dijo:

       "No, jamás se me ha enfriao' un mate", con firmeza.

Entonces, el trapito del estacionamiento ingresa súbitamente al quincho de la casa donde estábamos y dice:

       "Patrón, había cinco camione' afuera, falta uno".

Inquietos, dejamos todo sobre la mesa y salimos a ver qué camión faltaba porque, obviamente, nos habíamos preocupado, y vimos que el camión que no estaba era el de Claudio, el último estacionado en la fila a un costado de la ruta. Todos pensábamos que quizás Claudio se había olvidado la puerta abierta cuando fue a buscar la yerba y que alguien aprovechó, cortó los cables y se afanó el camión cargado de combustible, otros pensaron ingenuamente que quizás Claudio lo había movido de lugar cuando fue a buscar la yerba o que, directamente, ya no se acordaba donde lo había estacionado.

Pero no, estuvimos unos cinco o seis minutos fugaces afuera, tratando de adivinar milagrosamente donde carajo podía estar el camión de dos toneladas cargado de litros y litros de combustible de Claudio.

Él, a todo esto, estaba estático, no emitía palabra. Sus neuronas trataban de conectarse después de varios años inactivas para tratar de descifrar qué dato se les estaba escapando a ver si podían hacerle recordar a Claudio qué había hecho la última vez que se subió al camión a buscar la yerba.

Y como un flash dramático, los ojos de Claudio se tornaron saltones, su semblante de duda pasó a ser de sorpresa y su boca se abrió como si hubiese visto a Maradona en persona. En un segundo, Claudio se acordó de lo que hizo cuando fue a buscar la yerba al camión, porque no había sido tan simple como el vagamente lo recordaba. Al estirarse para agarrar la yerba detrás del asiento, Claudio apoyó su brazo arriba de la palanca del freno de mano, que no estaba subida a tope, y se fue panchito con la yerba dejando el camión a la intemperie, a la suerte del destino y a la voluntad del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Todo ese acontecimiento le llegó a Claudio en un flash, pero un segundo después de haber recordado su travesía, se escucha una explosión gigantesca al fondo de la autopista.

El camión de Claudio, a su suerte, rodando marcha atrás sobre la ruta, se había chocado con otro camión que transportaba gas, que no vio venir el camión en reversa y se lo llevó puesto.

La explosión fue tal que me causó un susto terrible, no por el ruido sino por la escena que eso significaba, todos los que estaban con nosotros fueron corriendo hacia el lugar del accidente para ver si alguien seguía con vida, con Claudio entre ellos. Mi viejo también fue, pero me dijo que vuelva al quincho y lo espere, que ahí iba a estar más seguro.

Cuando volví al quincho me quedé diez o quince minutos mirando un punto fijo del susto que tenía, pero cuando un viento helado me sopló en la cara, me acerqué a la hornalla, todavía encendida, para calentarme un poco. Estando ahí arrimado vi que, sobre la mesa, estaban las cosas que todos habían dejado cuando se fueron corriendo para afuera, entre ellas el termo y el mate de Claudio cebado con agua. Pensé que podía tomarlo, para entrar más en calor.

Me acerqué, y tomé un sorbo del mate que Claudio había dejado. Frío.