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domingo, 4 de octubre de 2015

Un amor a $3.50

Cuando conocí a Ramiro Betancourt yo tenía 16 años y él 18, yo me esforzaba por no llevarme materias a Diciembre y él cursaba su último semestre del C. B. C.

Él se caracterizaba por ser un tipo dedicado a sus caprichos, y aunque no trabajaba, nunca le faltó la tarasca para costearse los libros de álgebra. Aunque aún así, y según sus palabras, se tomaba "un sábado al mes para estar con los pibes en casa", y fue uno de esos sábados que yo compartí una noche con él.
No era de aquellos vivarachos de remeras de seda que conquistaban a las chicas y las llevaban a cenar a restaurantes de alta gama. De casualidad había tenido una novia a los 14 años por tres meses y la única mujer con la que hablaba de amor, era su madre. Por eso me llamó la atención lo que él le había contado a Nacho hace poco, quién después me lo contó a mi.

Ramiro cursaba el C. B. C. en la Universidad de Buenos Aires, en la sede de Avellaneda. Tres veces a la semana se tomaba el 95 desde Constitución, sacaba $3.50 para bajarse en la entrada por Güemes, y un día, por primera vez en su vida se enamoró.

Sentado en uno de los asientos del fondo del colectivo, casualmente levantó la vista de su celular y vio a una mujer que sacaba el boleto hasta la terminal. Esa mujer se llamaba Mariel, y Ramiro todavía no sabía su nombre.

Betancourt había quedado atontado. Miraba a esa morocha radiante con la mirada más idiota que pueda tener un hombre. A sus adentros intentaba desviar la mirada hacia la ventana por miedo a que se de cuenta que se había enamorado a primera vista, intentaba rebajarse con frases retóricas como "dale, salame, vas a estudiar ingeniería, no te distraigas con una mina cualquiera", pero él bien sabía que no era una chica más de tantas que veía en la calle, era diferente, ella era hermosa.

De repente Mariel, que se había sentado a espaldas del colectivero, se distrajo por un pasajero delante de ella que se movió para tocar el timbre y vio a Ramiro con su remera de Kevingston y su mirada escrutadora y sagaz dirigida hacia sus ojos. Ramiro no sabe por qué, no sabe si habrá sido por un chiste lejano de hace unos meses que le habría vuelto a la mente, no sabe si fue por un rose de su cartera que le habrá provocado cosquillas, no sabe si fue por las giladas que escuchara en la radio, pero la vio sonreír.

La mirada de Ramiro se volvió sorpresiva por un segundo, movió los brazos fingiendo incomodidad y rápidamente miró hacia la ventana. Fue un susto muy dulce e inocente, un susto sincero que lo había hecho sonrojar como un nene. Todo por culpa de Mariel.

El colectivo estaba llegando a la facultad, y Betancourt no quería bajarse porque él sabía que la chica todavía estaba ahí, compartiendo un espacio de transporte y haciéndolo sentir náuseas. En su disimulo, optó por bajarse por el medio, cerca de donde ella estaba sentada. Se incorporó, pidió permiso y llegó haciéndose el desinteresado acomodándose el morral. De reojo miraba a Mariel, quién lo miraba subiendo y bajando sus ojos verdes.

Toca el timbre, se baja, y con una intención en común, chocan miradas por última vez dedicándose aquel pre infarto que vivieron por milisegundos. El colectivo sigue viaje y Ramiro camina hacia la entrada reviviendo lo que pasó en esos 20 minutos de odisea, pensando que nunca la volvería a ver.

¿Cuánto habrá transcurrido desde que se bajó Betancourt hasta que entro al parque de la facultad? No lo averiguará nadie ni se sabrá nunca, porque fue lo que menos importó.

El 95 dejó pocas personas en esa parada, los demás a bordo siguieron hasta la terminal.

Mientras tanto, una camioneta a altas velocidades manejada por delincuentes atraviesa la calle Pitágoras y embiste al colectivo 95, que tenía semáforo verde, en el parachoques trasero.
La camioneta se desliza por el asfalto hacia el carril contrario de Güemes y es embestida por un Peugot gris, quitándole la vida a su conductor y a los delincuentes en el acto. Sin embargo, el colectivo desvía hacia la estación de servicio de la esquina, y vuelca sobre los lotes de nafta. La explosión fue tal, que se escuchó hasta los interiores de la facultad.

Esa mañana de Noviembre fallecieron 24 personas.

Betancourt, volvió a la avenida y vio la humareda a unos pocos metros, se acercó y comprobó que el 95 que había volcado era aquel en el que viajó, aquel donde se había enamorado por primera vez. Los bomberos, el cuerpo médico y la policía llegaron y vallaron el lugar.

Después de aquella noche, no volví a saber de Ramiro.

Tres años más tarde, me encontré a Betancourt en un Grido sobre Mitre, lo salude, hablamos de como avanzaban nuestros futuros académicos y otras cosas de amigos. Pero lo que me llamó la atención, fue la serenidad con la cual me dijo que hace pocos meses se había conmemorado el tercer aniversario de aquel accidente, donde asistieron familiares de las víctimas y otros relacionados, entre ellos Ramiro, que se había bajado una parada antes.

La conversación cesó con un "Chau, cuidate", y cada uno volvió a sus rutinas. Cuando me contó aquello, Betancourt tenía 21 años.

Conocía la historia de Ramiro, pero él no hizo inferencia en ella. Me costaba creer como una persona podía tener tanta mala leche en menos de media hora y en el transcurso de un simple viaje de colectivo. No podía evitar proyectar su accidente cada vez que viajaba, pensaba que me podía pasar a mí, a mi vieja, a cualquiera.

Fue un sábado a la noche que volví a verlo, uno de esos sábados en los que Ramiro se tomaba un franco. Esa noche me contó que estaba de novio no hace mucho y que su pareja estaba viniendo a la fiesta, al fin conocería a una novia de este pibe, que no levantaba mas que libros de una biblioteca pública. Estaba alegre por él, porque ahora se había enamorado sin ningún episodio desafortunado, pensaba ingenuamente.

Fue más o menos una hora después que la gente seguía llegando cual discoteca, no estaba pendiente de la pareja de Ramiro porque estaba charlando con unos amigos, pero entre las tantas personas que entraban, distingo inevitablemente una chica diferente a las demás, diferente a todos. Quizás haya sido por su silla de ruedas, quizás por las cicatrices que tenía en la cara y los brazos, quizás por lo difícil que se le hacía no distinguirse de los demás presentes, quizás haya sido por sus ojos verdes, quizás por el beso que le dio a Ramiro al entrar, quizás por la mirada encantadora y asesina con la que me vio cuando él me la presentó, quizás haya sido cuando me dijo su nombre.

Había conocido a Mariel.

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