Traducí a cualquier idioma:

sábado, 31 de diciembre de 2022

Cerrado por fútbol

 Cuando inicié este blog, lo hice porque pensé que sería un lugar más accesible donde pudiera depositar lo que escribía, para no ensuciarme las manos con hojas viejas cuando quería ver cómo lo hacía de chico, para encontrar las diferencias a como lo hago en la actualidad y porque fantaseaba con ser un escritor regular, aunque sin cobrar un centavo y haciéndolo solo por gusto.

Con el pasar de los años no solo no fui regular, sino que últimamente tampoco me estuvo gustando cómo escribía. Pero gracias a eventos que se fueron dando durante parte del año pasado y el comienzo de éste, más o menos me empecé a gustar de nuevo y dije que trataría de ser regular publicando, al menos, un cuento por mes.

Hasta Septiembre estuvo todo bien. Para ese entonces venía muy contento, me sentía productivo y, además, había visto a la Selección Argentina ganando un título otra vez, la Finalissima, y eso para el balance general de mi año es importantísimo. Pero cuando empezó Octubre sentí que no estaba pudiendo desarrollar lo que quería escribir, y no entendía bien por qué. Pensé que era por la angustia que me había generado ver a dos amigos irse a vivir a otro país y todo lo que eso me hacía reflexionar, pero no. Había algo más escondido que me estaba arruinando la inspiración.

Esta es la primera vez que me siento a escribir desde entonces y, después de que mi vida haya cambiado para siempre, quiero que, si les parece, sean testigos del porqué.

Vivo mi vida a través de los Mundiales. Nací en el '96, entre tantos VHS que mi familia tiene de mí, hay uno donde estoy a upa celebrando un gol de la Selección durante el Mundial de Francia 1998. Los primeros recuerdos de juntarme a ver un partido de un Mundial en el colegio son durante Corea del Sur - Japón 2002. Me ilusioné por primera vez viendo a Leo marcando su primer gol en su primer partido en un Mundial en Alemania 2006 y, desde entonces, tuve un sueño que tardó más de treinta y seis años en volver a cumplirse.

Todos los que me conocen o conocieron, aunque sea una vez en su vida, saben lo que significa el fútbol para mí. En mis mejores historias hay fútbol de por medio, aún desde antes que existiera. Es cierto que el argentino nace, vive, muere y reencarna en el fútbol, como si fuera una especie de religión no oficial pero adoptada por todos y todas, pero yo creo que uno de mis propósitos en esta vida, es vivirla a través del fútbol, para que después el fútbol me devuelva, en alguna etapa de esta vida o en alguna otra que tenga por vivir, una parte de la devoción que le dediqué.

El fútbol, exponencialmente a través de los años, pasó de ser un entretenimiento a ser el engranaje más nutritivo para encarar mis días, al punto de entender que sin el fútbol no puedo vivir, y fue exactamente así que aprendí mucho de la vida por como aprendí a vivir el fútbol.

Entendía la magnitud de un Mundial, lo importante que es para la gente en Argentina y cuánto siente y exige al destino, universo, a Dios, la naturaleza o alguna fuerza mayor que se cumplan sus expectativas con el fútbol.

Cuando nací, habían pasado diez años desde que Diego ganó el Mundial de México 1986, tres del último título de la Selección y, desde entonces, no volvió a ganar nada importante hasta el 2021. Y ese interín de tantos años de gente infeliz, soporté las peores repercusiones que la insatisfacción futbolera puede causarle a los argentinos.

Durante ese periodo crecí, me hice hincha de Boca, vi a Martín Palermo, mi ídolo, ganar todo, conocí las emociones que una pelota pateada por once tipos arriba de un pedazo de tierra con pasto puede causarle a una persona común y corriente, conocí estadios, mi abuelo me llevó a los potreros para enseñarme a disfrutar del fútbol de verdad más allá de los colores de una camiseta y, también, me enamoré.

Cuando apareció Messi, descubrí dos cosas: que la gente hablaba de él por cómo lo comparaban con Maradona; y que nunca lo había visto tan maravillado a mi abuelo con algo que no fuera Racing o el pueblo donde se crió.

Unos años después, cuando Messi ya era Messi y cuando todos en el país lo criticaban por no cumplir con sus expectativas (porque "no corre", porque "es un pecho frío", porque "no canta el himno", porque "es una falta de respeto que lo comparen con Maradona"), mi abuelo, que me escuchó decir algo negativo sobre Messi a mis doce años, se vio venir el engendro maligno y vanidoso en el que me podría llegar convertir y me dijo:

—No, Messi es el mejor jugador de la historia.

Y me aconsejó que no le haga caso a la gente, que de las cosas que se decían no tenía que creer nada, que de lo que se mostrara creyera la mitad y que averigüe las cosas por mi propia cuenta.

Para ese entonces, Messi había ganado el Mundial Sub-20 del año 2005 y la medalla de oro en los Juegos Olímpicos tres años después, pero a la gente poco le importaba eso, cada vez que llegaba un partido por Eliminatorias encontraban todos los motivos para defenestrarlo. Pero mi abuelo me había dicho algo que desafiaba la realidad de lo que, yo creo, era el 90% del país.

Dos años después, en el 2011, mi abuelo cumplió la promesa que me hizo cuando terminó el Mundial de Sudáfrica 2010 de que «según cómo estuviera mi boletín, me llevaría a ver los partidos de Compañía». Compañía General Buenos Aires de Patricios, es el club del cual mi abuelo era hincha desde chico. En la Segunda División de la liga del Partido de 9 de Julio estaba primero y tenía serias chances de salir campeón. Si mal no recuerdo, fui a ver tres partidos, ganamos uno y perdimos dos, las canchas eran de barro y pasto, la pelota era dura como tronco para carbón, el rango etario de los jugadores iba desde los dieciséis hasta los cincuenta, casi todos fumaban o tomaban una barbaridad y todavía sigo tratando de entender cómo hacían algunos para jugar un partido con semejante panza mantenida a cerveza y milanesas.

—Esto se juega así—, me dijo mi abuelo.

Fueron de los mejores partidos que vi en mi vida. El fútbol que se jugaba no tenía un nivel de primera clase, eso estaba claro, pero nunca había visto un fútbol que se jugase por el simple hecho de ser jugado. Los jugadores también cobraban cierta cantidad de plata, pero era solo los fines semana, cada uno tenía sus responsabilidades y aún así se calzaban los cortos e iban a patear una pelota a otro pueblo simplemente porque un club les había dado el lugar. Todos querían ganar, pero no sé cómo explicarlo, más allá de la bronca que los jugadores tenían por perder o por sentir que no rendían, igual se volvían a su casa con una vida sencilla que continuar al día siguiente.

El fútbol moderno opacó muchas cosas, desde distraer a los jugadores de que hay cosas más importantes que la fama o un número en su cuenta bancaria, hasta de cómo se la trata a la pelota cuando salta al campo de juego. Ya lo dijo Casciari, «nos olvidamos que lo importante era la esponja». 

Cuando volví a Buenos Aires, Messi ya había ganado su tercera Champions League y se estaba por jugar la Copa América en Argentina, pero la Selección quedó eliminada por penales contra Uruguay en Cuartos de Final y, de nuevo, los comentarios y las bardeadas de siempre volvieron a salir por todos lados, pero yo ya estaba cansado.

De igual manera que me había sorprendido escuchar a mi abuelo decir, en su momento, que Messi era el mejor jugador de la historia, con el tiempo llegué a pensar lo mismo y lo empecé a decir abiertamente, desafiando el status quo. Fueron años y años que me tildaron de no saber nada de fútbol, de decirme que yo no podía hablar porque pensaba que Messi era el mejor de todos, de que se me rieran en la cara y me dijeran que «este gordo no sabe nada».

Los años se fueron, mi abuelo se fue, Messi se fue de la Selección y yo por un tiempo sentí que tenía que irme del fútbol. Fue insólito cómo se lo trató, en su país, al mejor jugador del Mundo, a un tipo que siempre sintió el mismo patriotismo que muchos de nosotros, a alguien que dejó todo por ponerse al cielo como camiseta cuando podría haber sido campeón del Mundo y bicampeón de Europa con la Selección del país que todo le dio.

Después de tantas cosas, de tantos aprendizajes que me dejó el fútbol, pensé que nunca llegaría. Afortunadamente somos contemporáneos a la mejor versión que el fútbol decidió regalarnos a nosotros, los mortales. Etendí que, siendo campeones de América hace un año, Messi y la Selección ya no le debían nada a nadie, de hecho para mí era más que suficiente, pensé que aquel sueño estaba bien que no se cumpliera, porque el verdadero premio era y es la perseverancia que no solo Leo tuvo para sacarnos campeones después de veintiocho años, sino también la de nosotros, los que según Galeano somos «mendigos del buen fútbol», los que lo bancamos cuando su dolor también era el nuestro.

Pero a pesar de entender que Messi y la Selección no me debían nada, a pesar de no esperar ningún resultado bueno o malo para el Mundial de Qatar que se jugó este año, a pesar de haberme prometido que éste iba a ser el primer Mundial que disfrutaría desde el principio hasta el final, la ansiedad me pudo.

A la primer señal de ansiedad que tuve me acordé, por alguna razón, que tenía un libro de Galeano, "Cerrado por fútbol". Me pareció loco que el título de ese libro me hubiese respondido, aún sin leerlo, el porqué de mi falta de inspiración, porque así estaba literalmente. Lo empecé a leer antes de que iniciara el Mundial de Qatar y automáticamente pensé:

—¿Y si este es el libro de la Copa?

Este es el momento en que las palabras salen sin filtro de pasión.

Sinceramente, no puedo creer cómo se nos dio, no puedo creer lo que me generó. Empecé este Mundial con la peor de mis incertidumbres porque, como dije, fue el primer Mundial que disfruté realmente, a pesar de los sufrimientos posteriores, por el simple hecho de ver fútbol, por entender que sería el último Mundial de Messi. Es mentira cuando los periodistas o los agrandados dicen que «sabían que éste era nuestro Mundial». Las pelotas.

La gran mayoría de los que estaban "a muerte" con La Scaloneta fueron los primeros que le fallaron cuando perdimos el partido inicial, los primeros que dijeron «nos ganó Arabia Saudita, ¿Qué vamos a hacer contra Alemania, contra España o contra Francia? ¡¿Me estás cargando?!».

Estoy seguro de que este no era nuestro Mundial porque tuvimos que empezar de cero, porque tuvimos adversidades que superar, porque tuvimos que adaptarnos, desde el principio, a la idea de que nos podíamos quedar afuera incluso cuando todavía teníamos posibilidades de pasar de ronda. Tuvimos que hacer nuestro este Mundial a puro pulmón porque las Selecciones por las que nadie daba dos mangos le ganaron partidos épicos a equipos de primerísimo nivel, tuvimos que aprender a ser firmes porque a pesar de pegarle tremendo paseo a Países Bajos casi nos quedamos afuera por dos pelotazos de mierda, tuvimos que hacerlo nuestro Mundial con trabajo y sudor porque cuando pensamos que habíamos aprendido a asegurar un resultado goleando al último subcampeón Mundial, llegamos a pasar por arriba al último campeón del Mundo que hizo que, de nuevo, en dos jugadas nos empataran un partido aseguradísimo.

Los medios periodísticos y publicitarios, las redes sociales y mucha gente con tiempo libre, se encargaron de hablar de "coincidencias". No existen las coincidencias, muchachos.

El 18 de Diciembre del 2022 es una fecha que no vamos a olvidar, porque se cumplió el sueño que muchos tenían desde hace más de treinta y seis años, porque pasó algo que tantos jóvenes y muchos que ya no están querían volver a vivir, porque todo, absolutamente todo, pasó a estar en un segundo plano.

Quiero que esta coronación de gloria sea un laurel eterno que supimos conseguir, pero que no juremos morir con esta gloria. Uno es más grande cuando comparte su grandeza, y hay muchas cosas que puedo compartir con los argentinos y argentinas con quienes hoy somos campeones del Mundo. Pero, me parece a mí, las cosas que viví por el fútbol y desde el fútbol, las cosas que me dolieron y las que soporté hasta disfrutar de esta grandeza, solo las puedo compartir con otras cuatro personas: con Leo, el motivo de que mi amor por el fútbol sea incondicional; con mi abuelo, porque me enseño lo sano del fútbol; con Scaloni, porque para ser campeones del Mundo tuvo que llegar a dirigirnos un pueblerino del barro e hincha del fútbol, como mi abuelo y yo; y con mi vieja, porque cuando me fui a caminar doce kilómetros, desde Domínico hasta el Obelisco, le dije que no volvía.

Y fue cierto, porque el hijo que volvió no fue el mismo que el que salió ese día para quedarse a vivir en la gloria.

jueves, 22 de septiembre de 2022

Antología de cómo endulzar a Choferes de Transporte - Oficina de Migraciones

 En el artículo N°20 de la Constitución Argentina se expresa, en materia de legislación migratoria, que "Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión (...). No están obligados a admitir la ciudadanía, ni a pagar contribuciones forzosas extraordinarias".

Desde 1876 que los extranjeros tienen la vía libre de estar en Argentina para hacer lo que se les cante, como lo establece el folklore de integridad latinoamericana, y es gracias a Nicolás Avellaneda que este relato tiene sentido.

A mí me gusta mucho relacionarme con extranjeros, no por fetiche o por elegirlos por sobre los argentinos, sino porque es inevitable que los extranjeros tengan, mayormente, vivencias diferentes, experiencias diferentes que contar en relación a los argentinos en Argentina, y me parece lo más nutritivo y beneficioso para las mentes locales.

Estudié con extranjeros, trabajé con extranjeros, tuve citas con extranjeros, salí de joda con extranjeros y, fundamentalmente, viajé con extranjeros, con la gran particularidad de que eran ellos quien me tuvieron a mí de pasajero.

Yo sigo intentando descubrir qué cosa peculiar tendrán los choferes de transporte como para permitirse arruinarse al frente de un volante por horas porque, insisto, trasciende de la disciplina de laburar o de necesitar dinero. Es casi como una adicción que todavía no encuentra refugio en el abordaje de los tratamientos psicológicos. No existe un "choferes anónimos" o terapias conductuales especializadas en "personas con trastorno chofer-esquizoide", pero con el tiempo me di cuenta de que éste tipo de choferes, los extranjeros, son diferentes. De alguna forma, manejaban otro tipo de estrés, otra índole de adrenalina que los hacía entender, al instante en que se subían al vehículo, que todo era pasajero, efímero, momentáneo.

  • De los casos que más recuerdo, está el de un señor mayor que venía de Honduras, manejaba desde hace mucho pero hacía un año que lo hacía en Buenos Aires. De la forma más amable y amorosa, me contaba a mí y a quienes me acompañaban que se vino acá por sus hijas, para no tenerlas lejos, y que manejando el auto de una de ellas los fines de semana podía tener algo que hacer para sentirse productivo.
  • Me acuerdo de otro muchacho de Colombia, que había invertido sus ahorros en comprarse un auto que, si bien todavía estaba pagando, le daba la posibilidad de vivir a él y a su pareja, ambos recién llegados.
  • O de un flaco de Ecuador, de mi edad, que cuando llegó el Uber y me subí, vi que manejaba con su hermana en el asiento trasero porque no tenía con quién dejarla mientras trabajaba.
  • De un argentino, igual de joven, que manejaba para Cabify los sábados porque estaba casado y perdidamente enamorado de una uruguaya por la cual se rompía el lomo para terminar la casa que se estaban haciendo.
  • Y hasta recuerdo a un venezolano, que llevaba muchos años acá y que, cuando le pregunté si se ganaba bien como conductor de aplicaciones de viajes, me dijo que "cuesta, como todo, pero allá cuesta más".
  • El caso que más me hizo reflexionar fue el de un uruguayo, pero no acá sino en Montevideo, siendo yo el extranjero. Mientras intentaba sacarle lengua para que vomite sus emociones, lo noté igual de insulso y afligido que los choferes argentinos en Argentina, y me hablaba de la campaña de Peñarol y desvalorizaba el rendimiento de Luís Suárez, recién llegado a Nacional, diciendo que "metió dos goles nomás" mientras hacía el número con la mano en un gesto no tan sorprendentemente sobrador. Entonces noté que mi teoría estaba confirmada: los choferes de transporte, si bien son infelices, menos infelices son cuando son choferes en otro país.
  • Incluso me acuerdo de un piloto de avión chileno, que cuando partió desde Aeroparque saludó a sus pasajeros con un cordial saludo presentándose con notable tono de entusiasmo, pero que cuando el avión encajó en el tunel del aeropuerto de Santiago de Chile y todos nos estábamos bajando, el piloto estaba en la puerta de la cabina con una insuperable cara de orto. Sigo dudando de si estaba cansado por el viaje, o si simplemente se transformó en un chofer de avión infeliz apenas ingresó en su espacio aéreo chileno.

Qué se yo. Con el tiempo supe que no había motivo para sentirme culpable de imputar a los choferes con mi inagotable y desinteresada empatía con tal de hacer de su infelicidad algo más recreativo, pero por primera vez sentí, con éstos conductores extranjeros y motivos extranjeros, que no me necesitaban tanto.

Solamente hay dos cosas que tengo muy en claro: por un lado, si la Constitución exime a los extranjeros de pagar contribuciones forzosas extraordinarias, yo, aunque bienintencionado, debería estar preso o al menos multado por incitarlos al esfuerzo de escupir sus emociones, por mucho que los haya ayudado; y por otro, que si algún día manejo y tengo que sumergirme en las cotidianidades de ser un conductor amargado (transporte pasajeros o no) sin nada más que experimentar que picos de estrés y obligadas costumbres, tendría muy en claro que precauciones tomar. Total, tampoco me gusta tanto manejar.

lunes, 22 de agosto de 2022

Anécdotas

 Cuando era chico y vivía en 9 de Julio pude hacer dos cosas que muy pocas personas en el mundo habrán logrado en su infancia: la primera, adquirí la capacidad de recordar mi primer recuerdo, uno muy vívido en el que la muy hija de puta de la secretaria de la guardería no me quería dar otra caja de juguito de naranja; y la segunda, de contarlo, aunque no solo de contarlo, sino de contarlo tan vívidamente, a los llantos y con la misma indignación con la que lo experimenté.

Sin saberlo en ese momento, había contado la primera anécdota de mi vida, o al menos la primera que yo recuerde contar, porque la conté tal cual, con especial dedicación y ganas de contárselo a mi vieja, con inocentes esperanzas de que fuera y le pegara una cachetada a esa maldita secretaria. Y es hasta el día de hoy que esa anécdota, cada vez que la cuento, la identifico como "la anécdota más antigua de mi vida" o "la primera de mis anécdotas", porque no tiene nada en particular más allá de lo gracioso y de lo eventual, no hay nada que le de relevancia, nada que la resalte por sobre otras anécdotas y me haga elegirla superlativamente, lo único que pensé que la hacía importante fue que era mía y de nadie más.

No pasó mucho tiempo, entonces, para que mi vieja hiciera uso de su cupo de madre para que, siempre que se prestara una reunión familiar o que yo me hiciera presente entre sus compañeras de la docencia, empezara a contar esporádica y verborrágicamente una serie de compilados de anécdotas suyas, sobre mí, que no dudaban en avergonzarme por la ternura que generaban, y entre ellas mi propia anécdota, la de la secretaria de la guardería, contando exactamente lo mismo que conté yo, pero desde su perspectiva, como si construyera un andamio sobre mi anécdota, para hacer una nueva.

Cuando crecí y me hice más reacio a esos episodios incómodos, entendí que ese afán de contar anédotas por sobre anécdotas no se hacía a drede, no era una idea que surgía con un propósito, no formaba parte de una actitud pensada; mi vieja no pensaba "voy a contar esta anécdota de mi hijo para que sepan todos como fue así se ríen de él", ni nadie lo hace con algún objetivo en específico, sino que surge por el arraigo que tuvo la persona con esa anécdota y por lo que le generó, simplemente sale, sólo, inexpugnable. Y lo mismo me pasaba a mí.

Yo no hubiese conocido La Bombonera de no ser porque mi viejo me comió la cabeza diciéndome que no había nada más grande que Boca; no hubiese leído un solo libro de no ser porque mi vieja me diera las Aventuras de «la mano negra» de Jurgen Press, que era su libro preferido; no me fascinaría por la historia argentina si no fuera por las historias que mi abuela inventara sobre Perón, Belgrano, de la Rúa o Güemes y las cucharas que teóricamente le habían usado cuando fueron a su casa a tomar té; jamás me hubiese hecho un buen hincha del fútbol si mi abuelo no me hubiese llevado a ver los partidos del ascenso de Compañía General en Patricios, ni mucho menos estaría escribiendo ésto de no ser porque Mabel, mi Profesora de Literatura del Secundario, me elogiara el primer cuento que escribí con trece años.

Me di cuenta, eventualmente, que todo lo que alguna vez nos pasó y que hoy conforma un recuerdo que transformamos en anécdota al contarlo, fue parte, antes, de la anécdota de alguien más. De la misma manera que nadie de nuestro entorno puede contar que vivió algo con nosotros excluyéndonos de su anécdota, siendo así, tanto uno como el otro, parte inalienable de un momento que no existiría de no ser porque fue compartido, porque parece ser que las anécdotas nacieron con el capricho de pertenecer siempre a alguien más.

Por eso fantaseo de buscar en los archivos de la memoria, algún evento, momento o experiencia que desafíe al algoritmo establecido por decreto divino de las anécdotas, y así tener algo que se cuente por primera vez en la historia.

Borges una vez dijo, entendiendo lo mismo: "No estoy seguro de que yo exista en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado, todas las ciudades que he vistado, todos mis antepasados...".

Las anecdotas no tienen la más mínima intención de dejarnos en paz ni siquiera después de muertos, haciéndonos el favor, ad honorem, de privarnos de ser olvidados y de mantenernos a todos en la constante incógnita de si eso que contamos realmente es nuestro.

Hasta el momento, sigo intentando desentrañar en qué momento nuestras anécdotas dejan de pertenecernos, o desde cuándo pasamos a ser las anécdotas de alguien más, o esas anécdotas parte de nosotros, a ver cuando es que dejamos de existir.

martes, 19 de julio de 2022

La noche del cuarto día

 En el año 2215, en la vorágine de un mundo sumido por la tecnología, Ilho Folau se ganaba la vida como ladrona cibernética durante las noches más agitadas de Singapur.

Las principales ciudades del planeta, desde Los Ángeles hasta Tokyo y desde Buenos Aires hasta Oslo, habían perdido su esencia urbana a partir del advenimiento de los microprocesadores, los hologramas, la biotecnología y el electromagnetismo. Sin que la humanidad se diera cuenta, casi en un parpadeo que se saltó doscientos años, se dejaron de utilizar las calles como vía única de transito vehicular, se dejó de usar papel como dinero corriente, los aparatos analógicos pasaron a ser la base de la automatización y las personas, poco a poco y mediante un mundo avanzado que los mantenía ocupados, fueron perdiendo sus últimos gramos de ética y solidaridad que le quedaban.

Sin embargo, en las zonas descentralizadas la cotidianidad era otra. Tanto en los sectores rurales como en las ciudades costeras más alejadas del centro, las rutinas contrastaban notoriamente: En la Capital, el circuito de capitales iba en torno a la metalurgia, las importaciones y exportaciones portuarias y los laboratorios químicos que hacían que la mayoría de los habitantes se trasladara por la ciudad con barbijos debido a la emisión de carbono, y los casinos, las pandillas, los pobres, los ricos, las empresas, los animales y hasta los vidrios de los edificios se adornaban de una parafernalia punk y cibernética con la que años atrás el ser humano disfrutaba de fantasear en vistas a un futuro cada día más incierto; y por el otro lado, las ciudades más lejanas, las zonas rurales y costeras adoptaban una vida permacultural, preservadora y verde, donde las personas, si bien daban uso y explotaban las facilidades de la biotecnología, la única manera de ganarse la vida iba en torno a las ventas de sus cosechas masivas y poco más, y acá es donde jugaba un papel crucial la curiosidad de Ilho.

Mensualmente y en razón de un solo día, un tren flotante que salía desde Jurong por la ruta magnetizada recorría, de punta a punta, los puertos de carga de siete ciudades costeras agrícolas, para luego pasar por otras dos aledañas al Distrito y depositar allí las cargas en centros logísticos de distribución. Así, estas ciudades obtenían sus principales ingresos que debían repartir entre ellas y que, desde ya, no les alcanzaba para mucho.

Así se explica lo de Ilho. A sus 17 años, la joven supo ganarse de las grandes corporaciones, bancos, empresarios, casinos y hasta las más cruentas mafias, una infamia bajo el fenómeno de «la noche del cuarto día». 

Todos los meses, una vez finalizado el recorrido del tren flotante que, casi siempre, se realizaba al cuarto día hábil, la ladrona se escabullía por los techos y violaba los protocolos de seguridad más complejos para hackear, vía cable y a través de una anticuada laptop logueada con el sistema Unix V7, las bases de datos de la tesorería de las organizaciones más acaudaladas y dueñas del mayor porcentaje de ingreso bruto del país. El plan era muy simple, con el correr de los años y ante el advenimiento de tecnologías más complejas, los sistemas de seguridad de última generación ignoraban, por inercia, los cimientos de sus bases multitarea, haciendo que cualquier movimiento digital no registrado quedara como un misterio y dejando obsoletos los datos biométricos de la inteligencia artificial de turno. Además, ¿quién sospecharía de una campesina que viene a repartir frutas y verduras?

Gracias a esta sana cleptomanía, las millonadas de divisas se distribuían entre las siete ciudades costeras mediante el tren flotante hacía su retorno y las víctimas del robo sufrían de su imbecilidad extrínseca por la audacia de Ilho que, aunque joven, se las arreglaba para ocuparse de la subsistencia de sus semejantes sin permitirse distracción alguna, salvo pocas ocasiones.

En el viaje del mes siguiente, la rutina de Ilho fue la misma: preparó su muñequera digital donde figuraba la agenda de entrega, chequeó la carta de stock de todos los vagones, se puso sus botas y guantes con tecnología de sigilo, cargó su laptop en una mochila vieja y salió nomás. Acorde a cada punto de destino, Ilho aprovechaba para hacer su travesía correspondiente, se subía al tren flotante y seguía camino, pero en el intervalo de una de las paradas del mismo, tras agotar las reservas de un banco local aledaño y fingir indiferencia entre el público, pasó por en frente de un bistró y no pudo evitar mirar a través del vidrio.

Todo se veía diferente, el montaje del lugar en el interior, la estética de la gente, sus rasgos, su vestimenta. Aunque en Singapur fuera de noche, a través del vidrio se veían claros solares que acariciaban las caras de los que estaban dentro, disfrutando de su café. Se fijó mucho en su apariencia, en las pieles blancas, los ojos grandes, la elegancia de vestir que lejos estaban de asimilarse al estereotipo singapurense y robotizado. Miraba a su alrededor, tratando de asimilar a los transeúntes de la calle a los del interior del bistró sin éxito alguno.

Quiso entrar al lugar, pero apenas pasaba por la puerta, como si fuese por arte de magia, el café se tornaba "normal", con las características propias y suburbanas que correspondían al exterior. Salió, y nuevamente el vidrio reflejaba esa realidad diferente, de otra época, con gente de otra época. Intentó no perder la cordura y quiso llamar la atención de uno de los clientes del café, un muchacho de anteojos, de pelo atado y camisa azul que disfrutaba de su lectura, pero era inútil, ni golpeando el vidrio logró cautivarlo.

Pero de repente, como si fuese el viento que empuja un charco de agua, el vidrio volvió a reflejar el interior real del lugar con las personas que en aquel momento estaban tomando su café nitrogenado y que miraban con sorpresa a Ilho, que había estado golpeando el vidrio con la mano y haciendo gestos para llamar la atención de alguien que ya no estaba.

Sin entender mucho, Ilho volvió al tren flotante, hizo su última parada para entregar mercadería y, a la vuelta, se sentó junto a la ventanilla del vagón para revisar el estado de su cuenta digital después de otra noche de robos, pero cuando terminó y quiso descansar el resto del viaje mirando el paisaje, a través del vidrio volvía a distinguirse algo diferente; parecía también un transporte, pero más viejo y sucio, con mucha gente que vestía casi igual a quienes había visto a través del bistró pero, más que otra cosa, distinguió al mismo muchacho al que había querido llamarle la atención, sentado, abrigado, con barbijo y nuevamente leyendo un libro.

Sobresaltada, se paró del asiento súbitamente y atinó con ver el reflejo de las demás ventanas del tren, que no reflejaban más que la noche iluminada del exterior. Tratando de calmarse, se acercó al vidrio para llamar la atención de aquel lector haciéndole señas con la mano, como saludándolo, sacó un fibrón de nanotinta y escribió "Ey!" bien grande sobre la ventana, pero tampoco podía verlo. El reflejo se desvaneció.

Antes de irse a dormir, Ilho reflexionó sobre éstos episodios, sobre lo que había visto. Pensaba en si conocía de alguna forma al tipo del tren, si lo había visto en algún otro lado, si era alguna de sus víctimas que por fin la había identificado y estaba tratando de jugarle una mala pasada con un juego de hologramas. Hasta llegó a pensar en si era una una visión que su mente le generaba por puro remordimiento y culpa de hacer lo que hacía, que más allá de ser por una buena causa, no dejaba de ser un delito. No encontraba razón que la dejara tranquila, no quiso darle más vueltas, dejó pasar las semanas y optó por quitarle importancia.

Poco tiempo después, cuando ya era la noche del cuarto día en el centro de Singapur e Ilho ya tenía su agenda llena, no solo del recorrido del tren sino también de su itinerario de robos, le fue inevitable pensar por qué esta vez no había visto nada semejante a lo del mes anterior. Ningún reflejo de ningún vidrio le había permitido ver nada durante toda la jornada, casi que le ganó la decepción pero algo tenía por seguro: lo que sea que estaba viendo, solo ella lo veía y hasta parecía que la seguía. Cuando llegó a la última parada, la joven dejó sus cosas arriba del tren flotante y le indicó vía remota al operador que la esperaba en su granja al otro lado del país, que pasaría la noche en la Capital y regresaría a la mañana del día siguiente. Ella estaba obsesionada con ver, al menos una vez más, al lector aquel, aunque no sabía bien para qué.

A plena madrugada, deambuló por la calle sin rumbo alguno, cruzó algunos puentes, atravesó las peatonales más contrabandeadas, alquiló un deslizador aéreo para hacer más amena la travesía y aprovechó para planear próxima a los edificios más altos, precisamente cerca de las ventanas, sobrevoló al ras del agua los principales ríos y surcó los bajoniveles de neón de toda la ciudad con un solo propósito en común. Pero la noche se le fue muy rápido, sin que le permitiera ver nada.

Al amanecer, con los primeros destellos de luz y con la decepción de no haber visto lo que esperaba, Ilho decidió volverse a la granja en un bullet que salía de la estación costera y, cuando iba en camino, en el cristal de una tienda de mecapartes, vio como empezaba a difuminarse el reflejo para plasmar, una vez más, la imagen de aquel lector que ella tanto estaba buscando. Pero cuando Ilho se acercó al cristal y observó al lector, sentado de espaldas y con la vista hacia abajo, se dio cuenta de que no estaba leyendo, sino escribiendo.

Ilho sabía que cualquier intento para llamarle la atención sería inútil, así que astutamente eligió observar todo lo que pudiera, únicamente para tratar de entender algo, para explicarse por qué esos reflejos la buscaban solo a ella o al menos sacarse la duda de quien era aquel tipo. Se acercó sin prudencia a la distancia, apoyó las manos sobre el vidrio y estudió minuciosamente cada detalle del lugar, desde los muebles de roble hasta las máquinas viejas de café del fondo, los televisores planos ya obsoletos que sintonizaban un canal de noticias y lo que tenía el lector, ahora escritor, sobre la mesa.

De entre tantas cosas, más le llamó la atención la actitud de aquel tipo, se acordaba de las otras dos veces que lo había visto y le fueron suficientes para entender que se trataba de alguien muy afín a la literatura, al arte escrito, factores que en su mundo tan cibernético ya no existían hace mucho. Además, las etnias, la vestimenta y la costumbre general del lugar no le servían para identificar si se trataba de aquel u otro país occidental, pero sí le eran útiles para saber que eran imágenes de un tiempo muy descontinuado, probablemente del 2025 o antes, pensaba.

Probablemente debió haber desistido de su curiosidad más temprano, porque ya sin nada que observar, solo le quedaba intentar distinguir qué era lo que el muchacho tenía escrito en su libreta reglada, y trató de leer.

La letra del escritor no era mala, pero sí muy chica, solamente llegaba a distinguir palabras con mayúsculas como Singapur, Distrito o Unix V7, y acá empezaba su sorpresa, pues estaba hablando de su país, más bien del centro y del sistema operativo que ella misma usaba para hackear. Quizás lo tomó como una coincidencia, capaz hasta como una epifanía pasajera en forma de reflejo a la que no le dedicó mucha atención, pero sí le llamó la atención que el escritor se levantara de la mesa, probablemente para ir al baño, dejando la libreta arrimada al borde y por tanto más legible.

Ilho se acercó aún más, haciendo un zoom esforzado frunciendo los ojos, y empezó a leer. Efectivamente hablaba de su país, de su Capital y de las zonas rurales de donde ella venía, de un contraste tecnológico del cual, para sorpresa de ella, el escritor era consciente aún estando dos siglos atrasado en el tiempo, pero eso no era todo.

La joven continuó leyendo con una preocupación exponencial y compulsiva, descubriendo que mientras más leía, más identificaba lo que estaba escrito con la realidad de su mundo, pero lo que nunca hubiese imaginado leer, era el ceñido detalle de las aventuras de una joven ladrona de las granjas de Singapur, que aprovechaba las noches para robarle a las corporaciones una vez al mes en la noche del cuarto día y que, en un par de eventos desafortunados y confusos, se encontraba con su autor creador en un bistró, a través de reflejos visuales en los vidrios de su ciudad.

jueves, 9 de junio de 2022

La edad de las palomas

 En el principio de nuestros días y tras millones de años de evolución, Anaj, el primer precursor de las palomas modernas, nacía en el paradisíaco e impoluto Medio Oriente, donde regía el Imperio de las Aves.

En aquel Imperio, las palomas eran las aves predominantes por razones lógicas: desde los dinosaurios y el desastre ecológico, fueron las que mejor supieron adaptarse y nadie les pudo arrebatar la mayoría numérica de miles de millones alrededor del planeta.

Con el tiempo, asentaron las bases y condiciones para su supervivencia; se organizaron bajo una monarquía parlamentaria, enviaron emisarios embajadores a cada región del ecosistema, dividían la defensa del ejército entre todos los tipos de aves sin discriminar entre aves voladoras y no voladoras, veloces o lentas, de biomas fríos o cálidos, de pico largo o corto, y hasta incluyeron tratados diplomáticos entre reptiles y mamíferos para cuestiones comerciales. Todo regulado por diferentes organismos del Imperio.

Entre las palomas, quienes más poder tenían eran los integrantes de la familia real, donde Anaj era el Príncipe de las Palomas. Pero él era diferente, él era el primer ejemplar de un nuevo ciclo evolutivo de la especie: era más alto, de alas más largas, de cuello más gordo, con pico más largo y un corazón inmortal. Pero sobre todo, podía hacer algo que ningún ser vivo pudo hacer hasta ese momento: pensar.

Pasaron milenios, Anaj fue creciendo y con cada década que pasaba se volvía más fuerte, más veloz, más inteligente. Llegó a estar a cargo de todos los organismos de su monarquía, enseñó destrezas inéditas para otras palomas, lideró batallas épicas con otras especies, supervisó los tratados internacionales más determinantes de la época y, en muy poco tiempo, se convirtió en ser vivo más emblemático de todos.

Tal fue el respeto que le tenían al Príncipe, que nada se firmaba, a ningún lado se iba ni nada se modificaba sin su autorización. De una forma u otra, nada le pasaba desapercibido.

Sin embargo, hubo una sola cosa que no vio venir.

De entre tantas especies en el planeta, siendo la mayoría aliadas del Imperio, hubo una que a través de los centenares evolucionó sorpresiva y ostensiblemente rápido, expandiéndose por toda la región y con una naturaleza destructiva que consumía y alteraba los órdenes del ecosistema a cada paso que daba y que, para este entonces, ya era muy peligrosa: el humano.

El Príncipe estudió todas las soluciones posibles; desde mandar a destruir sus asentamientos principales y quemar sus cosechas, hasta asesinar a la mitad de ellos y desacelerar su crecimiento. Pero ante todas las cosas, Anaj respetaba la voluntad natural y decidió que, por más que le pese, no debía intervenir en ello y dejar que el humano siguiera su curso a través de los tiempos.

Aún así y a pesar de su bondad, el Príncipe se equivocó. Cuantos más años pasaron, el humano se tornó más destructivo. Su ansiedad de poseer y consumir fue la base de la estabilidad de su sociedad, porque mientras más poseía más poderoso se volvía y mientras más consumía más asentaba su sociedad. Al poco tiempo no solo equiparó la mayoría numérica del Imperio de las Aves, sino que al superarlo en cantidad supo también superarlo en condiciones; destruyendo bosques y agotando praderas para ampliar su población, y cazando cada vez más animales para alimentarse, debilitó exponencialmente las capacidades de la monarquía de Anaj.

Lo que una vez fue un abundante paraíso para las aves, ahora eran puñados menores de árboles dispersos donde las palomas debieron segmentarse para sobrevivir. A través de los años, y bajo sociedades de varios nombres, el humano fue destruyendo paulatinamente al Imperio de las Aves, cazándolas por comida o hasta por diversión.

Como era de esperar, el ser humano también se volvió inteligente y, al igual que las palomas, estableció no solo uno, sino varios imperios o estados alrededor del mundo para asentarse como la especie predominante. Construyó industrias, selló las bases de una evolución que dependiera solamente de sí mismo y encontró en la ciencia un instrumento para su prevalencia. El Príncipe no ignoraba esto, pero mayor era su afán de venganza que de templanza, y eventualmente determinó que ya era suficiente.

Con la lealtad inalterable de sus súbditos, convocó a los emisarios más relevantes de la resistencia del Imperio de las Aves y los reunió en la cima de un edificio de Egipto para organizar un plan de ataque contra los humanos. La idea consistía en incrementar su reproducción para volver a superarlos en número y, con el tiempo, hacer honor al mal usado término de plagas que los humanos les dieron para evitarlas. Básicamente, se decidió hacerle la vida imposible al ser humano para desestabilizarlo.

Si alguna vez se escuchó que "una plaga de cuervos consumió toda la cosecha de maíz de una productora", o que "gaviotas reposaron sobre un cableado y dejaron sin energía a una ciudad entera", o bien que "un avión de pasajeros se estrelló en el Mediterráneo tras atrapar a una bandada de palomas en sus hélices", no se trataba de accidentes inoportunos, sino de los eslabones de la guerra sin cuartel que las aves habían librado contra los humanos para recuperar lo que alguna vez fue suyo desde el principio.

Y así, las aves estuvieron en guerra con los humanos hasta días presentes y, sin embargo, no fue suficiente, porque si bien las aves, principalmente las palomas, se llevaban vidas humanas a su vitrinas y eran responsables de grandes desastres, vieron que poco le importaba al humano las pérdidas de sus semejantes. De una u otra manera, siempre serían la especie prevalente; si las palomas destrozaban una granja, había docenas que producían el doble, si había una fábrica a la que le quitaban suministro energético, otras miles aportarían lo mismo en otra parte del planeta, o si las palomas decidieran asesinar a sangre fría a un humano importante en la sociedad, habría otros igual o más importantes en alguna otra parte. 

Así, las palomas terminaron por destruirse a sí mismas en una guerra inútil que solo terminó por beneficiar al ser humano. El Príncipe Anaj vio como sus seguidores poco a poco morían o abandonaban la causa perdiendo su fe en él, se martirizaba por no haber eliminado al ser humano cuando tuvo la oportunidad, maldecía a la naturaleza por haber sido tan débil frente a la voluntad humana y entendió que, en vez de haber sido el eterno Príncipe comprometido con su aves, terminó siendo el responsable de que aquellos que constituyeron lo que alguna vez fue un Imperio, hoy sean un reflejo de sus errores, deambulando en las calles urbanas, comiendo migas de lo que fuere y anidando en postes de luz, sobreviviendo a la merced de otra especie.

Entonces, devastado, el Príncipe se exilió al frío del norte, donde sabía que ninguna paloma jamás lo encontraría, volando hasta el cansancio y derramando la última de sus lágrimas. Al reposarse en el roble más grande, se enroscó entre sus alas, pidió perdón por no haber honrado la edad de las palomas y, aquel día, Anaj murió, jurando reencarnar en algún humano que reflejara vergüenza al cruzarse a sus palomas hermanas caminando por las calles, esquivándolas, respetando su paso, algún día, en algún sitio.

lunes, 23 de mayo de 2022

La mesa de polvo

En la antigua Ciudad de Buenos Aires de 1889, el joven Francisco Caña escribía sus primeras líneas como cronista en el diario La Prensa, mientras tomaba su cortado en el Café Tortoni.

Todo el país estaba tenso por el advenimiento de una crisis económica por la reciente Ley de Bancos Garantidos que había sacado el Presidente Miguel Juárez Celman. En las sesiones de senadores se debatía sobre si el Gobierno de turno era realmente capaz de hacer frente a las necesidades federales e institucionales, si la delegación de responsabilidades al Gobernador Máximo Paz en pos de solucionar las huelgas en Buenos Aires resultaba efectiva, o si el Ministro del Interior Wenceslao Pacheco había llegado al cargo para colaborar íntegramente con el gabinete o si en realidad era otro calienta bancas que llegaba para cobrar un salario público por ser "conocido de".

Cuando a Celman le llovían críticas de los opositores, Francisco sabía que eran justificadas pero entendía que era imposible publicar contra el Presidente. Si al Ministro del Interior lo criticaba la prensa popular por rumores de corrupción, era imposible que Francisco hiciera una columna en contra de un miembro del gabinete. Si a Julio Argentino Roca querían desestimarlo del PAN, el sentido común de Francisco lo hacía estar de acuerdo pero más le convenía publicar que «Mientras habla la minoría, se fortalece el Unicato». Además, barato le salía y demasiado cobraba por saber con quién podía meterse y con quién no.

Con esa premisa, el joven cronista se asentó como un habitué de peso en las columnas principales del diario; impulsó y ratificó medidas políticas polémicas, fomentó la polarización de la sociedad y fue el principal artífice de las causas mediáticas que, entre otras disputas, convergieron en la Revolución del Parque y, por si fuera poco, acrecentó su imagen popular en torno a las clases más altas a costas de fingir una identidad política y contradecir sus ideales.

La metodología era la misma. Cada vez que el diario bajaba la orden de emitir un comunicado sobre tal o cual personalidad o hecho político, Francisco se abrigaba, agarraba sus cosas y convertía al Tortoni en la cuna del pensamiento popular del día siguiente.

Con la renuncia de Celman consumada, en parte también por sus operetas generadas para favorecer a un Carlos Pellegrini cada vez más popular, Francisco supo asegurarse un puesto de prestigio entre la opinión pública. Tanto llamó la atención que, tiempo después, dejó de publicar en el diario La Prensa y se dedicó a brindar entrevistas a otros diarios populares, a redactar panfletos de partidos autonomistas y, principalmente, a escribir reseñas sobre personalidades influyentes del momento, según el interés del contratista.

En su afán mercenario, Francisco hizo de su oportunismo una virtud: Se codeó con gente importante, fue artífice del hundimiento de la misma, reivindicó a pocos y se aseguró de que, donde sea que vaya, su nombre se dijera con altura y temor.

La mayoría de las veces, el prestigioso cronista no ofrecía sus servicios a nadie, sino más bien lo iban a buscar donde sabían que lo iban a encontrar. En el Tortoni, si alguien entraba y veía a Francisco Caña, sabía que era mejor sentarse a varias mesas de distancia, o bien, si él entraba, aquellos sentados pagaban la cuenta y se retiraban, o movían su café a la barra, para dejar el lugar libre.

Pero un día como cualquier otro, Caña llegó al café, tomó asiento y se puso a leer. Al minuto, un hombre alto y con bigote entró detrás de él, lo siguió y una vez sentado le preguntó:

—¿Francisco Caña?

—¿Quién pregunta?—, retrucó el cronista.

—Preciso conversar con usted.

El hombre se identificó como «un emisario de la Unión», le dijo que necesitaban de sus servicios para sabotear el alzamiento del «peor enemigo nacional», que era de extrema urgencia que su voz se pronunciara nuevamente en el diario La Prensa alertando a la sociedad que este sicario jamás triunfaría ante la fuerza popular, que le garantizarían la tapa y que pagarían muy buen dinero.

Caña hizo silencio, dubitó un momento y, mirando a los ojos del hombre desconocido, afirmó:

—Pague el doble de lo que me ofrece y considérelo hecho.

Se estrecharon la mano y acordaron volver a reunirse en tres días, en el mismo lugar.

Durante los días siguientes, Caña concurrió al Tortoni y se sentó en la misma mesa. Pasó horas escribiendo a mano, sacándole humo al papel e ingeniando la columna más feroz y aniquiladora que había escrito en su vida sin reparar en su anhelo por el dineral que esto le significaría.

Una vez terminada, Caña contempló la nota y muy convencido pensó «uno más al que hago polvo».

Al día siguiente, se vistió con su mejor traje, calzó su galera, plegó la nota en su bolsillo y se dirigió nuevamente al Tortoni.

Al entrar, se ubicó en la mesa de siempre a esperar al hombre alto y con bigote, pidió un café y decidió leer su columna una última vez. Con cada línea que leía se enorgullecía más de su capacidad radial, cada párrafo era un guiño a su billetera y la metafórica que había aplicado le parecía sencillamente inigualable.

Pero cuando comenzó a leer su último párrafo, el más largo de los que escribió, empezó a sentir mucho calor. Se sacó el traje mientras leía y sintió la necesidad de también quitarse la bufanda, abrirse el chaleco y arremangarse la camisa. Apuró su lectura para poder refrescarse pero mientras más rápido leía, más calor sentía, y al llegar a la mitad, Francisco sintió como los ojos se le prendían fuego, también sus manos, también el pecho, mas era imposible que dejara de leer. Continuó recitando el párrafo hasta el final hasta que súbitamente comenzó a calcinarse y carbonizarse mientras pronunciaba el último de sus renglones a gritos desesperados y, mientras lo hacía, se iba desintegrando en cenizas hasta que por fin, terminó de leer.

Grata fue la sorpresa del hombre alto y de bigote cuando llegó al Tortoni y entendió que aquello que necesitaba con urgencia se había cumplido, una vez que vio la mesa en donde iba a reunirse, llena de polvo.

sábado, 30 de abril de 2022

Antología de cómo endulzar a Choferes de Transporte - La mentira canalla

Cuando se trata de fútbol, a veces es mucho más fácil.

Todo el mundo sabe que en Argentina se vive alrededor de tres cosas: las quejas por los políticos, el fútbol y los descansos del fin de semana. A mi me tocó, increíblemente, todo junto.

Era el viernes seis de Noviembre del dos mil quince, me acuerdo muy bien porque todo el país vivía en una burbuja insoportable de indignación e incertidumbre por dos cuestiones: primero, porque por primera vez en la historia argentina se había llegado un balotaje en las votaciones presidenciales, la mitad del país quería que se vayan los kirchneristas y la otra se cagaba en las patas si ganaba Macri, ya sea por las campañas o por los noticieros, no se hablaba de otra cosa; y segundo, si se hablaba de otra cosa, era del robo histórico que le habían propiciado a Rosario Central hacía dos días, cuando perdió contra Boca por culpa del árbitro Diego Ceballos.

Además, aquel viernes a la mañana, el tránsito estaba colapsado por los viajes del fin de semana y yo me estaba yendo a la casa de una ex novia porque nos íbamos a pasear al Tigre al día siguiente. ¿Dónde más podía estar yo que no sea arriba de un remís?

En contexto, si bien siempre fui hincha de Boca, no me daba la cara para negar o desatender las injusticias por las cuales se veía notablemente favorecido. Obviamente, hasta hoy, cuando se trata de equipos grandes o que tienen un movimiento de capitales importante en el fútbol argentino, siempre se inclinan la cancha y la balanza, y Boca no era el único, pero sí era, para aquel entonces, a quien más descaradamente querían favorecer.

En este caso, no recuerdo ningún detalle físico del chofer, ni manifestación de algún carácter en particular, simplemente quise leerle la cabeza, de nuevo, a un alma en desdén porque estaba aburrido y los dos datos más relevantes que saqué fueron; era comunista e hincha de Independiente.

Automáticamente supe que, de entre tantos temas tan preponderantes para el momento, de política no podría hablar, porque los comunistas de política no saben nada y es más factible que sepan más de teatro, sin embargo, yo de teatro no sé nada, yo sé de fútbol.

—Claro, supongo que en tu caso ya sabés a quien votar—, le dije.

—Nah, qué se yo—, dijo. Já.

Podría haberme reído pero no tenía ganas de alimentar una semilla latente de discusión política, además ya tenía suficiente siendo comunista e hincha de Independiente, contra el cual yo no tengo nada, pero tampoco venía bien, porque estaba ascendido hace casi dos años y saltaba de técnico en técnico para hacer pie en la Primera División.

—Estoy cansado de que nos quieran cagar, hasta en la B nos tiraban mierda y desde el club no saben qué carajo hacer—, me decía, y tenía razón.

Como dije, yo siempre fui de Boca, mas el deseo de complementarme con su desdicha hizo que desde lo más profundo de mi corazón futbolero le diga:

—Y sí, yo también se lo que se siente...

Me preguntó de qué cuadro era, y de nuevo, no lo contuve:

—Yo soy de Central.

—¡Uy cómo los cagaron a ustedes!—, me dijo eufórico.

Volví a comprobar, entonces, que los hombres faltos de empatía son hombres sin compañía en sus pensamientos. Digo hombres, porque por años se les vendió el verso inútil de la fortaleza y la prosperidad , que desatender sus impresiones sobre el mundo superponiendo la responsabilidad por sobre todas las cosas estaba bien, cuando en realidad logró nada más que incontables generaciones de hombres toscos, crueles o sin expresión de sus sentimientos. Este pobre remisero, probablemente no era la excepción.

Quiero decir, de la misma manera que el hombre moderno no tenga la culpa de haber sido criado históricamente bajo esos dogmas de represión, sin nombrar que tampoco es culpable de que algo tan fantástico como el fútbol llegara a la humanidad convirtiéndose en lo más pasional del planeta ¿por qué sí tendría la culpa de, encima, haber nacido hincha de equipos como Independiente, de Central o de Boca?

No es justo. Mi empatía, aunque con un desenlace falso, seguía siendo justificada.

El remisero siguió contándome cosas sobre Independiente, de Bochini, de las Copas Libertadores, de Usuriaga, de las gambetas del Kun y de los bailes a Racing. Yo lo escuchaba. Asentía. De vez en cuando me giraba la cabeza, hacía énfasis en una anécdota, le sonreía y seguía escuchando. Rosario Central no tenía nada que ver en la historia con Independiente pero, por algún motivo, tiraba comentarios como «¿Ustedes? Ustedes son los más grandes de Rosario», «Coudet es tremendo», «Si el fútbol fuese justo ustedes serían campeones de América».

Para el final del viaje, el semblante del remisero había cambiado completamente y nos despedimos deseándonos buena suerte para el próximo campeonato.

Es hasta el día de hoy que sigo pensando ¿qué pasará cuando todos los hinchas del fútbol argentino seamos igual de empáticos con el otro de manera desinteresada?

jueves, 31 de marzo de 2022

Antología de cómo endulzar a Choferes de Transporte - Prólogo

Cuando tenía quince o dieciséis años y todavía cursaba la secundaria, mi casi divorciada vieja decidió contratar los servicios de una remisería cerca de casa para que todos los días, de lunes a viernes a las siete de la mañana, un chofer me llevara al colegio sano y salvo. Lo único que tenía que hacer era despertarme, cambiarme, sentar el orto en el auto y avisarle por SMS que había llegado bien. O al menos esa era la premisa.

Por un par de días, no hice más que viajar con los ojos cerrados, confiando ciegamente en el chofer con cédula verde de dudosa procedencia y despedirme educadamente de él, previniendo un posible secuestro en un próximo viaje. Pero un día me di cuenta de algo.

Una mañana llegó un chofer diferente, probablemente recién contratado, con pinta de liberal anarco-capitalista, pelado y petiso. De todos los que me habían tocado, él era el que mejor manejaba, y no lo digo porque manejaba despacio o porque agarraba bien las curvas, sino porque manejaba con una sola mano mientras movía la otra, suave y sentidamente, al ritmo de Mozart y Debussy.

Automáticamente me sonaron un par de alarmas, no por el peligro inminente de manejar con una sola mano, sino más bien porque escuchaba a Mozart y a Debussy a las siete de la mañana tan apasionadamente que reunía varios requisitos para ser un loco. Y además, era pelado.

En vez de asustarme y de criticarlo internamente, me puse a pensar: los choferes no son felices.

Uno lo pasa por alto, pero el alma del chofer (sea de un remís, de un taxi, de un colectivo, etcétera) es un alma maltratada. Se piensa colectivamente que al trabajar sentado sin hacer nada más que mover un volante y apretar pedales es un trabajo simple y sencillo, pero los choferes son una especie que, si quisiese, se extinguiría a sí misma. Todos los días tienen que lidiar con los caracteres particulares de la gente que, mayormente, suele estar de mal humor, con la rutina repetitiva de salir a la calle a cambio de guita y de quemarse la cabeza por demandarse atención al volante. Es cierto, hay mucho puerco y grosero dando vuelta, pero me refiero a aquellos que son distinguiblemente buena gente. Además, no es un insulto decir que son carentes de felicidad, porque es un axioma reiterativo y sincrónico, insulto sería no hacer nada al respecto, sin dedicarles, al menos, un poco de atención.

Entonces, lo descubrí. Poco me costaba dedicar esa atención, fingida pero sin malas intenciones, y mucho les serviría a los choferes, necesitados de un oído o de alguna conversación sincera.

—Qué piola la música clásica ¿no?—, pregunté.

Y recibí la primera mirada de aprobación de un alma en pena al volante, desencadenando lo que sería el mejor de todos mis hobbies.

lunes, 28 de febrero de 2022

El primer «Guerrero Jaguar»

Alrededor del año 1.044, en algún lugar árido de lo que hoy es el sureste de México, varias familias de aztecas nómadas caminaban, sin rumbo alguno y con nada más que sus herramientas y sus recién nacidos en brazos, por las costas de un río tranquilo con esperanzas de encontrar un terreno fértil para la cosecha.

Durante años, los aztecas vagaron de lar en lar en búsqueda de la prosperidad, sobreviviendo ataques de tribus hermanas que robaban sus bienes, mutilaban a sus hombres y violaban a sus mujeres por diversión. Soportaban las peores sequías, los climas más animosos y lidiaban constantemente con la desatención y el autoritarismo de algunos de sus propios líderes, quienes debían ser responsables del cuidado y protección de los grupos familiares que, con cada noche que pasaba, más aumentaba su desconsuelo.

Entre ellos se encontraba Ocelkonetl, un niño huérfano adoptado por el anciano mas longevo del grupo.

Los padres de Ocel fueron asesinados por sicarios totonacos tras ser encontrados huyendo de uno de los tantos asaltos y quemas de sus asentamientos. Fueron atados y degollados cruelmente, pero cuando estaban a punto de asesinar a Ocel, un jaguar saltó sobre los sicarios, quitándoles la vida, y a su vez, salvando a Ocel, quien apenas tenía días de vida.

El anciano, que huía despavorido, se topó con el felino sentado entre las sombras de los árboles, custodiando pacíficamente el cuerpo de un niño en lágrimas. Al retirarse el animal, el anciano recogió al bebé en brazos y, desde entonces, tomó cuidados por él, bautizándolo bajo su nombre.

Tras giros de la suerte y eventualidades fortuitas, los aztecas fueron asentándose paulatinamente en zonas más alejadas de los ríos, y así mantenerse distantes de otros pueblos enemigos. Para este entonces, Ocel ya tenía veinte años y era el miembro más fuerte de su grupo social; se encargaba de las expediciones de búsqueda de agua, vigilaba los límites de su asentamiento, supervisaba la caza más pesada y se entrenaba en su privacidad con la esperanza de, algún día, poder defender a su pueblo. Pero aún así, no le sería suficiente.

Al caer la noche de un día común, en uno de sus turnos de vigilia, Ocel supo distinguir a un grupo armado de exploradores tlaxcaltecas que se dirigía hacia su asentamiento. Rápidamente, tomo todos los atajos posibles para poder alertar a su pueblo, pero apenas llegó, detrás llegaron los tlaxcaltecas.

Durante el saqueo a su gente, los enemigos robaron, quemaron, derribaron y mataron cuanto les dio en gana, reduciendo su grupo social considerablemente y tomando de prisioneros a otra gran parte. Ocel fue el único de su grupo que logró liquidar a un par de invasores, llamando la atención de su general, quien al someterlo con sus hombres, se encargó de asesinar en frente suyo a varios integrantes de su pueblo, entre ellos al anciano que lo había criado.

De todas formas, los tlaxcaltecas se dieron el permiso de ser piadosos, dejando a varios con vida y soltándolos a la intemperie de la selva mientras se reían cínicamente. Ocel, parte de los afortunados, propuso que lo mejor sería reagruparse con un grupo cercano de aztecas, y así también dar aviso de la avanzada de otros pueblos por la zona.

Al llegar y dar reporte, el miedo hizo que todo el asentamiento decidiera migrar hacia otro territorio a principios del alba, selva adentro y armados con lo que sea, por precaución.

Una noche común, y tras semanas de caminata sin haber podido encontrar un sitio seguro, el grupo avistó en el cielo una luz intensa e incandescente que descendía en dirección a ellos y que, mediante más se acercaba, más se sentía el calor que emanaba. Cuando descendió lo suficiente, y tras el susto despavorido de todos, la luz fue perdiendo nitidez y logró distinguirse en ella una forma humana, increíblemente alta, de tez azul y con una vestimenta muy distinta a la de los nómadas, quienes levantaban sus manos hacia la luz, como sabiendo de quien se trataba.

Mi nombre es Huitzilopochtli—, dijo con voz distorsionada. Sigan la horda, desistan de Aztlán, hogar de nosotros, renazcan y rijan la tierra nueva, donde un águila los espera sobre un nopal, desayunando una serpiente—.

Repentinamente, la luz desapareció.

El grupo siguió, esperanzado e ilusionado por la premonición de su Dios, mas Ocel quedó rezagado, no se movió del lugar donde la luz había reposado. A su manera, pidió en voz alta que Huitzilopochtli se manifestara de nuevo, para pedirle que trajera al anciano que lo había criado de vuelta a la vida, pero en su lugar se le manifestó Tezcatlipoca, una entidad oscura y atemorizante que le ofrecería algo más que simple misericordia, y que le sería favorable para vengarse de todos los que se animaran a desafiar a su pueblo otra vez.

Ahogándolo casi hasta la muerte, suspendió a Ocel en el aire y le dijo:

Voy a entregarte a tus orígenes, a ver si sabes qué hacer con ellos—.

Después de sentir un dolor inigualable y parpadear dos veces, cayó noqueado al suelo.

Al amanecer, estaba solo, había perdido el rastro de su grupo y cuando salió a buscarlo se topó con los mismos invasores que habían masacrado a los integrantes de su anterior asentamiento, incluyendo al anciano. Aquel general tlaxcalteca ordenó que lo sometieran y que le abrieran el estómago a la mitad. Ocel estaba listo para morir, pero cuando vio la navaja presionando su abdomen, la punta se quebró. Intentaron hundir una lanza, y también se quebró.

Con un simple forcejeo de brazos, logró expulsar a metros de distancia a los hombres que lo sostenían, se abalanzó hacia los demás para liquidarlos con sus propias manos y, mientras lo hacía, se daba cuenta de cómo había cambiado su cuerpo; sus saltos eran más altos, sus piernas más ágiles, sus golpes más fuertes, podía hacer crecer sus uñas, sus colmillos y agudizar sus sentidos para saciar su sed de sangre cada vez que se le antoje.

Días después, Ocel alcanzó a su grupo, que seguía en la peregrinación por la tierra que Huitzilopochtli había premonizado, pero bien sabían que no tendrían mucho remedio si debían hacerle frente a un ataque de otra tribu enemiga. Sin embargo, no contaban con que Ocel había vuelto a sus filas para cambiar radicalmente el destino de su pueblo.

Los aztecas fueron peregrinos por décadas, tardaron aproximadamente dos siglos en establecerse en su tierra prometida para renacer bajo el gentilicio de mexicas. Con el pasar de los años, los mexicas se conformaron como una de las civilizaciones más prósperas de Centroamérica, siendo un imperio vasto y sustentable que basaba su prosperidad en la conquista, y para ello, se dice que en sus agendas bélicas contaban con diferentes clases de soldados, que eran criados para la guerra desde el día que nacían y se los entrenaba en las estrategias y conocimientos más finos del combate. Entre estos guerreros, los más populares eran aquellos entrenados bajo la creencia y las habilidades que un aguerrido salvador había transmitido de generación en generación en pos de garantizar la supervivencia de su gente; Ocelopilli, el «Guerrero Jaguar».

miércoles, 19 de enero de 2022

El misterioso jugador del CURCC

En la ciudad de Seúl, como todos los sábados después de trabajar, Aaron López Fontana se junta a jugar al Fútbol 5 con sus compañeros de la corporación.

El predio a donde van es gigantesco, de hecho es el más avanzado y mejor construido del mundo; las canchas tienen una iluminación tal que permite ver si una pulga camina por la punta del césped de la cancha, aficionados al fútbol de todas las edades viajan horas desde otras ciudades para llegar a tiempo por la reserva de una vacante, que no es para nada barata. Para todo aquel que disfrute del fútbol amateur de calidad, es un privilegio siquiera pasar la puerta de entrada.

Los amigos coreanos de Aaron son jugadores de fútbol bastante mediocres, pero lo que les falta en destreza futbolística lo compensan en el peso de su billetera, caso contrario no se reunirían todos los sábados en semejante predio. El único sin una buena situación económica es Aaron, no porque gane un mal salario, al contrario, gana lo suficiente para mantener su departamento en Yongsan y cubrir algunos gastos generales, pero lo que también debe calcular, es la mensualidad que religiosamente le transfiere a sus padres en Piriápolis, Uruguay.

Los padres de Aaron se mudaron a Chicago cuando él era chico, allí pasó varios años de su vida hasta que decidió irse a Seúl a estudiar ingeniería, todo pagado por su padre, que trabajaba para una empresa en la industria farmacéutica. Pero un año después de que Aaron se mudara a Seúl, la empresa quebró, y sus padres debieron volver a Piriápolis con nada más que sus valijas y diez dólares en el bolsillo. Desde entonces, Aaron les prometió garantizarles la misma vida que una vez habían tenido los tres en Chicago.

Siendo así, a Aaron solo le quedaría dinero para poder comprarse no más que un chicle al final del día, pero ¿cómo podía entonces pagar lo que le correspondía por la cancha de los sábados? Fácil, sus amigos siempre pagaban por él. No por lástima o por tener un gesto amable, sino porque Aaron es increíblemente talentoso con una pelota en los pies.

Gracias a Aaron, el equipo de siete jugadores donde estaban registrados en los torneos del predio de futsal, estaba invicto hace dos años, sin conocer la derrota y habiendo ganado casi todos sus partidos por humillantes goleadas al rival. Sus amigos coreanos rogaban cada sábado que ningún agente despistado de algún club del país pasara casualmente por las inmediaciones de la cancha, para que así no lo vieran jugar y no le propongan algún contrato millonario sobre la mesa que obligara a Aaron a renunciar al amateurismo que tanto les hacía disfrutar.

De tanto rogar, se ve que Dios o alguna fuerza superior universal, los escuchó. Jamás apareció nadie en el predio para ver jugar al pibe uruguayo de veintitrés que la descose en un rincón de Seúl. Salvo una vez.

Uno de esos sábados, cerca del final del partido, se aparece un hombre mayor, occidental, bastante petiso, con una boina marrón y un cigarro en la mano. Se queda diez minutos y se retira lo más campante.

Al sábado siguiente, otra vez. El viejo se queda diez minutos, termina su pucho y se va, caminando muy despacio.

La escena se repite intermitentemente; a veces aparece un sábado, al otro no, después aparece tres sábados seguidos y se ausenta los siguientes dos para luego aparecer otro sábado más. Para colmo, siempre que Aaron quiere acercarse al alambrado para alcanzarlo, desaparece.

Un día, el viejo no fue más. Aaron eventualmente dejó de interesarse en el tema y le confesó a uno de sus amigos:

Seguramente no es más que un pobre hombre que quiere disfrutar de un buen partido de fútbol de vez en cuando.

A la semana siguiente, se jugó un nuevo partido en cancha abierta, bajo una tormenta eléctrica tan fuerte que el viento modificaba el recorrido de la pelota en el aire. El partido terminó 1-0 con un gol de Aaron quien, nieve o truene, siempre jugaba excelente. Pero el partido había terminado tarde, el encargado de limpieza del predio les ofreció quedarse un poco más a todos, al menos hasta que la tormenta amainara un poco. La mayoría de los amigos de Aaron tenían auto y le ofrecieron llevarlo a su casa, pero él se negó, porque no vivía tan lejos y tampoco quería ser una molestia.

Pasó mucho tiempo, Aaron se dio cuenta que el predio estaba apagando las luces y que ya no podría estar refugiándose debajo del techo de la entrada por mucho más, y salió a caminar a su casa sin más que una fina campera y su uniforme deportivo.

Por la fuerte tormenta, decidió encarar por las calles comerciales, que eran más angostas y estaban cubiertas por edificios más altos, así se mojaría menos. Todo el lugar estaba bastante oscuro, no había un alma suelta por ningún lado, los negocios estaban todos cerrados salvo uno, el único que iluminaba la calle Hangang 21, un local pequeño que en el frente tenía un cartel que ponía: "스포츠 에디션", junto a un número telefónico.

A Aaron poco le importaba que el local sea coleccionista de ediciones deportivas del mundo, sólo le importaba saber si podía entrar unos minutos para refugiarse, al menos hasta que la tormenta calme.

El local estaba completamente vacío. No era tan grande, pero estaba tan bien organizado que podían reconocerse ediciones de todas partes del mundo; suplementos de la F1, revistas de El Gráfico de 1949 en adelante, recortes de periódicos sobre fútbol egipcio, el catálogo de modelos hot para la temporada '87 de la NBA, tarjetas de colección de cricket de la India y hasta una foto del Cabezón Ruggeri cuando jugaba en Lanús, firmada por él mismo.

Además de ser un gran jugador de fútbol, Aaron era un obsesivo aficionado a este tipo de cosas, y la variedad y la calidad de los artículos del local lo dejaba sin palabras. Pero lo que más lo sorprendió, fue la sección dedicada a Uruguay.

Al revisar detenidamente el contenido del estante, encontró un recorte estampado de una columna del diario El Siglo, de Montevideo, donde se leía: 

Sábado 12 de Noviembre de 1910
FOOT-BALL
INÉDITO ACONTECIMIENTO
EN EL PARQUE CENTRAL
DE MONTEVIDEO

Misterioso jugador ingresa
en lugar de Carlos Scarone y detona
una goleada infalible de los Carboneros
sobre la escuadra vecina de
Estudiantes de Buenos Aires
en el diluviante partido por la
Copa de Honor Cusenier.

El jugador, no registrado en la plantilla
del CURCC, anotó 9 goles y facilitó
otros 2 para el delantero José Piendibene.

La Asociación Uruguaya de Fútbol
no apelará.

Para sorpresa de Aaron, hincha de Peñarol, no estaba enterado de semejante evento. Estaba completamente seguro de que, al menos una vez, debería haber leído sobre esto en algún portal popular de la web, o escuchar a su padre hablar sobre el tema. Era imposible que algo así de significativo en la historia de su club le haya pasado desapercibido a sus ojos aurinegros, y siguió removiendo el contenido del estante para ver si encontraba algún recorte más al respecto.

Súbitamente, un rayo cae fuera del local y golpea a Aaron con una onda de choque tal que lo deja noqueado por unos minutos.

Cuando despierta, no está en Seúl, sino en los túneles del Parque Central en Montevideo, donde caía una tormenta incluso peor a la que había experimentado en Corea.

Lo primero que ve, son dos hombres, bien vestidos y empapados en agua, discutiendo a los gritos entre sí; «¡Así no podemos jugar!», distingue Aaron de uno de los dos.

—Disculpen... interrumpe Aaron ¿qué es esto? ¿qué pasa?—.

Los hombres se miraron entre sí.

—¿Usted es jugador?—.

Aaron no llegó a responder que ya le habían dado una camiseta rayada en amarillo y negro, mientras lo empujaban hacia una puerta que llevaba a la cancha del estadio.

Confundido, Aaron ve como un lesionado Carlos Scarone se retira caminando del campo de juego, quien lo saluda extrañado y le dice; «A usted sí que no lo conozco, pero haga lo que pueda». Acto seguido, suena el pitido del comienzo del segundo tiempo entre Estudiantes de Buenos Aires y CURCC (que más adelante se refundaría como Peñarol) por la Copa de Honor.

Sin salir del susto, Aaron intenta decirle al árbitro que no sabe por qué lo metieron ahí, que no quiere jugar y que por favor alguien le explique qué carajo está pasando. Pero el árbitro es soberbio, y sólo le ordena que juegue. Sus compañeros de equipo le gritan, le reclaman que corra, que baje a defender o que, mínimamente, reaccione, porque estaban perdiendo 0-1 contra un equipo argentino que nunca habían esperado que les hiciera un partido tan difícil.

Lo próximo que ven, es a Aaron, reventando la pelota de cuero al segundo palo después de gambetearse a cuatro jugadores corriendo desde el medio de la cancha, haciendo caños, bicicletas, gambetas, amagues y vaselinas que no se verían en semejante calidad hasta dentro de aproximadamente noventa años en el futuro. Y pelota tras pelota, la tormenta descomunal que caía sobre el campo de juego quedaría chica frente a la tormenta de goles que el Carbonero le propinara a Estudiantes de Buenos Aires; 11-1, resultado final.

Con el partido terminado, los jugadores uruguayos corren a abrazar a Aaron, quien lejos de entender algo, simplemente disfrutó del partido. Todos se saludan y encaran para el vestuario, y antes de que el propio Scarone se acercara nuevamente a Aaron para preguntarle su nombre, un rayo aún más potente le cae encima, dejándolo noqueado.

Al despertarse, Aaron está otra vez en Seúl, adentro del local de ediciones periodísticas pero que, ahora, es una tintorería común del barrio, y la dueña lo está echando a los gritos a la calle, en plena tormenta.

Cuando sale, mira para todos lados, las calles siguen igual de desoladas salvo por una sola persona, que fumaba tranquilo en la esquina, debajo de un techo. Aaron se acerca, reconoce que esa persona es aquel viejo que de vez en cuando se aparecía los sábados en la cancha. No te lastimaste, ¿no, pibe?, pregunta el anciano en un tono bien rioplatense. Aaron niega con la cabeza y le insinúa; ¿Usted también es uruguayo? ¿Quién es usted?.

El viejo, tira el pucho al suelo y le contesta:

Nomás un pobre hombre que quiere disfrutar de un buen partido de fútbol de vez en cuando—.