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lunes, 22 de agosto de 2022

Anécdotas

 Cuando era chico y vivía en 9 de Julio pude hacer dos cosas que muy pocas personas en el mundo habrán logrado en su infancia: la primera, adquirí la capacidad de recordar mi primer recuerdo, uno muy vívido en el que la muy hija de puta de la secretaria de la guardería no me quería dar otra caja de juguito de naranja; y la segunda, de contarlo, aunque no solo de contarlo, sino de contarlo tan vívidamente, a los llantos y con la misma indignación con la que lo experimenté.

Sin saberlo en ese momento, había contado la primera anécdota de mi vida, o al menos la primera que yo recuerde contar, porque la conté tal cual, con especial dedicación y ganas de contárselo a mi vieja, con inocentes esperanzas de que fuera y le pegara una cachetada a esa maldita secretaria. Y es hasta el día de hoy que esa anécdota, cada vez que la cuento, la identifico como "la anécdota más antigua de mi vida" o "la primera de mis anécdotas", porque no tiene nada en particular más allá de lo gracioso y de lo eventual, no hay nada que le de relevancia, nada que la resalte por sobre otras anécdotas y me haga elegirla superlativamente, lo único que pensé que la hacía importante fue que era mía y de nadie más.

No pasó mucho tiempo, entonces, para que mi vieja hiciera uso de su cupo de madre para que, siempre que se prestara una reunión familiar o que yo me hiciera presente entre sus compañeras de la docencia, empezara a contar esporádica y verborrágicamente una serie de compilados de anécdotas suyas, sobre mí, que no dudaban en avergonzarme por la ternura que generaban, y entre ellas mi propia anécdota, la de la secretaria de la guardería, contando exactamente lo mismo que conté yo, pero desde su perspectiva, como si construyera un andamio sobre mi anécdota, para hacer una nueva.

Cuando crecí y me hice más reacio a esos episodios incómodos, entendí que ese afán de contar anédotas por sobre anécdotas no se hacía a drede, no era una idea que surgía con un propósito, no formaba parte de una actitud pensada; mi vieja no pensaba "voy a contar esta anécdota de mi hijo para que sepan todos como fue así se ríen de él", ni nadie lo hace con algún objetivo en específico, sino que surge por el arraigo que tuvo la persona con esa anécdota y por lo que le generó, simplemente sale, sólo, inexpugnable. Y lo mismo me pasaba a mí.

Yo no hubiese conocido La Bombonera de no ser porque mi viejo me comió la cabeza diciéndome que no había nada más grande que Boca; no hubiese leído un solo libro de no ser porque mi vieja me diera las Aventuras de «la mano negra» de Jurgen Press, que era su libro preferido; no me fascinaría por la historia argentina si no fuera por las historias que mi abuela inventara sobre Perón, Belgrano, de la Rúa o Güemes y las cucharas que teóricamente le habían usado cuando fueron a su casa a tomar té; jamás me hubiese hecho un buen hincha del fútbol si mi abuelo no me hubiese llevado a ver los partidos del ascenso de Compañía General en Patricios, ni mucho menos estaría escribiendo ésto de no ser porque Mabel, mi Profesora de Literatura del Secundario, me elogiara el primer cuento que escribí con trece años.

Me di cuenta, eventualmente, que todo lo que alguna vez nos pasó y que hoy conforma un recuerdo que transformamos en anécdota al contarlo, fue parte, antes, de la anécdota de alguien más. De la misma manera que nadie de nuestro entorno puede contar que vivió algo con nosotros excluyéndonos de su anécdota, siendo así, tanto uno como el otro, parte inalienable de un momento que no existiría de no ser porque fue compartido, porque parece ser que las anécdotas nacieron con el capricho de pertenecer siempre a alguien más.

Por eso fantaseo de buscar en los archivos de la memoria, algún evento, momento o experiencia que desafíe al algoritmo establecido por decreto divino de las anécdotas, y así tener algo que se cuente por primera vez en la historia.

Borges una vez dijo, entendiendo lo mismo: "No estoy seguro de que yo exista en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado, todas las ciudades que he vistado, todos mis antepasados...".

Las anecdotas no tienen la más mínima intención de dejarnos en paz ni siquiera después de muertos, haciéndonos el favor, ad honorem, de privarnos de ser olvidados y de mantenernos a todos en la constante incógnita de si eso que contamos realmente es nuestro.

Hasta el momento, sigo intentando desentrañar en qué momento nuestras anécdotas dejan de pertenecernos, o desde cuándo pasamos a ser las anécdotas de alguien más, o esas anécdotas parte de nosotros, a ver cuando es que dejamos de existir.

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