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jueves, 31 de marzo de 2022

Antología de cómo endulzar a Choferes de Transporte - Prólogo

Cuando tenía quince o dieciséis años y todavía cursaba la secundaria, mi casi divorciada vieja decidió contratar los servicios de una remisería cerca de casa para que todos los días, de lunes a viernes a las siete de la mañana, un chofer me llevara al colegio sano y salvo. Lo único que tenía que hacer era despertarme, cambiarme, sentar el orto en el auto y avisarle por SMS que había llegado bien. O al menos esa era la premisa.

Por un par de días, no hice más que viajar con los ojos cerrados, confiando ciegamente en el chofer con cédula verde de dudosa procedencia y despedirme educadamente de él, previniendo un posible secuestro en un próximo viaje. Pero un día me di cuenta de algo.

Una mañana llegó un chofer diferente, probablemente recién contratado, con pinta de liberal anarco-capitalista, pelado y petiso. De todos los que me habían tocado, él era el que mejor manejaba, y no lo digo porque manejaba despacio o porque agarraba bien las curvas, sino porque manejaba con una sola mano mientras movía la otra, suave y sentidamente, al ritmo de Mozart y Debussy.

Automáticamente me sonaron un par de alarmas, no por el peligro inminente de manejar con una sola mano, sino más bien porque escuchaba a Mozart y a Debussy a las siete de la mañana tan apasionadamente que reunía varios requisitos para ser un loco. Y además, era pelado.

En vez de asustarme y de criticarlo internamente, me puse a pensar: los choferes no son felices.

Uno lo pasa por alto, pero el alma del chofer (sea de un remís, de un taxi, de un colectivo, etcétera) es un alma maltratada. Se piensa colectivamente que al trabajar sentado sin hacer nada más que mover un volante y apretar pedales es un trabajo simple y sencillo, pero los choferes son una especie que, si quisiese, se extinguiría a sí misma. Todos los días tienen que lidiar con los caracteres particulares de la gente que, mayormente, suele estar de mal humor, con la rutina repetitiva de salir a la calle a cambio de guita y de quemarse la cabeza por demandarse atención al volante. Es cierto, hay mucho puerco y grosero dando vuelta, pero me refiero a aquellos que son distinguiblemente buena gente. Además, no es un insulto decir que son carentes de felicidad, porque es un axioma reiterativo y sincrónico, insulto sería no hacer nada al respecto, sin dedicarles, al menos, un poco de atención.

Entonces, lo descubrí. Poco me costaba dedicar esa atención, fingida pero sin malas intenciones, y mucho les serviría a los choferes, necesitados de un oído o de alguna conversación sincera.

—Qué piola la música clásica ¿no?—, pregunté.

Y recibí la primera mirada de aprobación de un alma en pena al volante, desencadenando lo que sería el mejor de todos mis hobbies.