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sábado, 31 de octubre de 2015

Perdida en Facebook.

En Noviembre, ahora dentro de unos días, se van a cumplir cuatro años desde que conocí a Vanesa en Facebook. Yo había empezado a hacer uso de aquella cárcel de la web con salida libre en Enero del 2011, y siendo un gordito pomposo visiblemente antisocial y desesperado por generar nuevos contactos y/o amistades, invadí descaradamente la publicidad del Facebook de esta muchacha, sin razón aparente, simplemente por "querer hablar", y me salió bien. No pasó de eso, pero no lo podía creer.

Cinco meses después, en una fiesta de 15 de Sol Vellano, conocería a quien hoy día y hace poco se adjudicó el título populista de "Mejor Amiga".
Parece extraño decirlo porque realmente no sé como escribir eso. Me parece hermoso tener una mejor amiga, solamente que no sé que significa. En mi historial de registro de mi cerebro, vos, lector, podrás encontrar entre dos y tres mujeres a las cuales yo, inocentemente, las llame "Mejor Amiga". Y junto al acontecimiento podrán encontrar un resumen, posiblemente de mi autoría en el cual defino a aquella mujer con palabras infantiles, con frases románticas sacadas de una publicidad de Dos Corazones promocionada por Carlos Tévez. Pero hay una contra en todo esto, yo tenía hasta 15 o 16 años cuando mi última "Mejor Amiga" dijo presente y adiós. Imagínense a un púber coleccionando y descartando mujeres bajo ese título, eso en un hombre adulto se llama ser pelotudo.

Actualmente Vanesa está estudiando como si le gustara, y yo no puedo esperar a las vacaciones, sin importar si apruebo una materia del C. B. C. Y todavía me extraña demasiado que tenga una "Mejor Amiga", habiéndola conocido por Facebook, que cuando la conocí personalmente dudé que era ella, y que nos estamos volviendo a hablar después de unos cuantos meses.

Yo puedo entender que por Facebook y WhatsApp yo hable como un idiota, siendo consciente de ello, por nervios al no saber qué decir. Yo comprendo que cuando la veo me cuesta expresarme con la fluidez que tengo normalmente.
Tengo novia hace casi tres años, y solamente sé tratar con ella porque cuando la conocí tuve un poco de suerte, y ella estaba perdida conmigo. Pero después de eso, no sé tratar con una mujer.


Tengo miedo de decir algo como lo que digo con mis amigos y que le caiga mal. Tengo miedo de usar una palabra en vez de otra porque se que una mujer puede detectar cuando un hombre está nervioso. Piensen que esta anécdota que estoy redactando, la estoy confeccionando a la mitad de mi capacidad radial, porque tengo miedo de decir algo mal. El otro día dije tantas giladas tan rápido, que me mandó a dormir. Capaz ahí está el punto de tener una "Mejor Amiga", el hecho de que por más que seas un pelotudo y hables por hablar, te banca y sigue jodiendo.

Las redes sociales facilitaron que, a lo largo de mi duración en ellas, pueda conocer gente que terminó siendo muy cercana a mí, como Vanesa, o seguir en contacto con muchísimas personas con las cuales en los años '50 no podría contactar.

Hay un montón de críticos blogueros, creaturas de farándula, gente que piensa que a sus 20 o 21 años el mundo de los años de blanco y negro tenía mejor comunicación con sus cercanos, o que se favorecía más al encuentro personal.
¿Qué acaso no se dan cuenta de que Facebook, WhatsApp, Twitter, inclusive Instagram, que favorece al narcisismo con sus fotos, fomentan la intercomunicación con aquellas personas amigas y que permite ampliar tu comunidad?

A veces sí es bueno despegarse de la computadora para ver a aquellos amigos que ya conocías o que conocíste, porque es necesario, porque es sano. El mundo del siglo XXI está tan rápido, tan ocupado, tan burócrata y aristócrata que a la persona solamente le dan ganas de salir de su casa cuando tiene responsabilidades, y nos terminamos olvidando que lo importante es la comunidad, la cual abarca las mismas responsabilidades, pero nivelándolas.

A mis 19 años, estoy muy conforme con el servicio que las redes sociales nos brindan en el día a día, a pesar de un mal funcionamiento técnico que exista una vez a la semana. Nos dan la posibilidad de decirle a Vanesa, o a Gonzalo, o a Gerónimo: "Che, ¿cómo te va?". Cosa que 20 años atrás era apenas un deseo.

Me alegra poder tener un registro en Facebook de un montón de acontecimientos que sucedieron, y que entre ellos esté Vanesa, o toda mi lista de verdaderos amigos a los cuales estimo.

Me alegra poder sentarme en una silla, tener la habilidad de manejar varias redes sociales, poder contactarme, invadir perfiles,  sentirme nervioso al hablarle a una mujer.

Me alegra poder tener esa facilidad que terminará siendo innata en el humano de poder socializar con las personas, a tal punto de ser amigos y, con el tiempo, poder tener una "Mejor Amiga" que estaba oculta y perdida en Facebook, como Vanesa.

domingo, 4 de octubre de 2015

Un amor a $3.50

Cuando conocí a Ramiro Betancourt yo tenía 16 años y él 18, yo me esforzaba por no llevarme materias a Diciembre y él cursaba su último semestre del C. B. C.

Él se caracterizaba por ser un tipo dedicado a sus caprichos, y aunque no trabajaba, nunca le faltó la tarasca para costearse los libros de álgebra. Aunque aún así, y según sus palabras, se tomaba "un sábado al mes para estar con los pibes en casa", y fue uno de esos sábados que yo compartí una noche con él.
No era de aquellos vivarachos de remeras de seda que conquistaban a las chicas y las llevaban a cenar a restaurantes de alta gama. De casualidad había tenido una novia a los 14 años por tres meses y la única mujer con la que hablaba de amor, era su madre. Por eso me llamó la atención lo que él le había contado a Nacho hace poco, quién después me lo contó a mi.

Ramiro cursaba el C. B. C. en la Universidad de Buenos Aires, en la sede de Avellaneda. Tres veces a la semana se tomaba el 95 desde Constitución, sacaba $3.50 para bajarse en la entrada por Güemes, y un día, por primera vez en su vida se enamoró.

Sentado en uno de los asientos del fondo del colectivo, casualmente levantó la vista de su celular y vio a una mujer que sacaba el boleto hasta la terminal. Esa mujer se llamaba Mariel, y Ramiro todavía no sabía su nombre.

Betancourt había quedado atontado. Miraba a esa morocha radiante con la mirada más idiota que pueda tener un hombre. A sus adentros intentaba desviar la mirada hacia la ventana por miedo a que se de cuenta que se había enamorado a primera vista, intentaba rebajarse con frases retóricas como "dale, salame, vas a estudiar ingeniería, no te distraigas con una mina cualquiera", pero él bien sabía que no era una chica más de tantas que veía en la calle, era diferente, ella era hermosa.

De repente Mariel, que se había sentado a espaldas del colectivero, se distrajo por un pasajero delante de ella que se movió para tocar el timbre y vio a Ramiro con su remera de Kevingston y su mirada escrutadora y sagaz dirigida hacia sus ojos. Ramiro no sabe por qué, no sabe si habrá sido por un chiste lejano de hace unos meses que le habría vuelto a la mente, no sabe si fue por un rose de su cartera que le habrá provocado cosquillas, no sabe si fue por las giladas que escuchara en la radio, pero la vio sonreír.

La mirada de Ramiro se volvió sorpresiva por un segundo, movió los brazos fingiendo incomodidad y rápidamente miró hacia la ventana. Fue un susto muy dulce e inocente, un susto sincero que lo había hecho sonrojar como un nene. Todo por culpa de Mariel.

El colectivo estaba llegando a la facultad, y Betancourt no quería bajarse porque él sabía que la chica todavía estaba ahí, compartiendo un espacio de transporte y haciéndolo sentir náuseas. En su disimulo, optó por bajarse por el medio, cerca de donde ella estaba sentada. Se incorporó, pidió permiso y llegó haciéndose el desinteresado acomodándose el morral. De reojo miraba a Mariel, quién lo miraba subiendo y bajando sus ojos verdes.

Toca el timbre, se baja, y con una intención en común, chocan miradas por última vez dedicándose aquel pre infarto que vivieron por milisegundos. El colectivo sigue viaje y Ramiro camina hacia la entrada reviviendo lo que pasó en esos 20 minutos de odisea, pensando que nunca la volvería a ver.

¿Cuánto habrá transcurrido desde que se bajó Betancourt hasta que entro al parque de la facultad? No lo averiguará nadie ni se sabrá nunca, porque fue lo que menos importó.

El 95 dejó pocas personas en esa parada, los demás a bordo siguieron hasta la terminal.

Mientras tanto, una camioneta a altas velocidades manejada por delincuentes atraviesa la calle Pitágoras y embiste al colectivo 95, que tenía semáforo verde, en el parachoques trasero.
La camioneta se desliza por el asfalto hacia el carril contrario de Güemes y es embestida por un Peugot gris, quitándole la vida a su conductor y a los delincuentes en el acto. Sin embargo, el colectivo desvía hacia la estación de servicio de la esquina, y vuelca sobre los lotes de nafta. La explosión fue tal, que se escuchó hasta los interiores de la facultad.

Esa mañana de Noviembre fallecieron 24 personas.

Betancourt, volvió a la avenida y vio la humareda a unos pocos metros, se acercó y comprobó que el 95 que había volcado era aquel en el que viajó, aquel donde se había enamorado por primera vez. Los bomberos, el cuerpo médico y la policía llegaron y vallaron el lugar.

Después de aquella noche, no volví a saber de Ramiro.

Tres años más tarde, me encontré a Betancourt en un Grido sobre Mitre, lo salude, hablamos de como avanzaban nuestros futuros académicos y otras cosas de amigos. Pero lo que me llamó la atención, fue la serenidad con la cual me dijo que hace pocos meses se había conmemorado el tercer aniversario de aquel accidente, donde asistieron familiares de las víctimas y otros relacionados, entre ellos Ramiro, que se había bajado una parada antes.

La conversación cesó con un "Chau, cuidate", y cada uno volvió a sus rutinas. Cuando me contó aquello, Betancourt tenía 21 años.

Conocía la historia de Ramiro, pero él no hizo inferencia en ella. Me costaba creer como una persona podía tener tanta mala leche en menos de media hora y en el transcurso de un simple viaje de colectivo. No podía evitar proyectar su accidente cada vez que viajaba, pensaba que me podía pasar a mí, a mi vieja, a cualquiera.

Fue un sábado a la noche que volví a verlo, uno de esos sábados en los que Ramiro se tomaba un franco. Esa noche me contó que estaba de novio no hace mucho y que su pareja estaba viniendo a la fiesta, al fin conocería a una novia de este pibe, que no levantaba mas que libros de una biblioteca pública. Estaba alegre por él, porque ahora se había enamorado sin ningún episodio desafortunado, pensaba ingenuamente.

Fue más o menos una hora después que la gente seguía llegando cual discoteca, no estaba pendiente de la pareja de Ramiro porque estaba charlando con unos amigos, pero entre las tantas personas que entraban, distingo inevitablemente una chica diferente a las demás, diferente a todos. Quizás haya sido por su silla de ruedas, quizás por las cicatrices que tenía en la cara y los brazos, quizás por lo difícil que se le hacía no distinguirse de los demás presentes, quizás haya sido por sus ojos verdes, quizás por el beso que le dio a Ramiro al entrar, quizás por la mirada encantadora y asesina con la que me vio cuando él me la presentó, quizás haya sido cuando me dijo su nombre.

Había conocido a Mariel.