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jueves, 9 de junio de 2022

La edad de las palomas

 En el principio de nuestros días y tras millones de años de evolución, Anaj, el primer precursor de las palomas modernas, nacía en el paradisíaco e impoluto Medio Oriente, donde regía el Imperio de las Aves.

En aquel Imperio, las palomas eran las aves predominantes por razones lógicas: desde los dinosaurios y el desastre ecológico, fueron las que mejor supieron adaptarse y nadie les pudo arrebatar la mayoría numérica de miles de millones alrededor del planeta.

Con el tiempo, asentaron las bases y condiciones para su supervivencia; se organizaron bajo una monarquía parlamentaria, enviaron emisarios embajadores a cada región del ecosistema, dividían la defensa del ejército entre todos los tipos de aves sin discriminar entre aves voladoras y no voladoras, veloces o lentas, de biomas fríos o cálidos, de pico largo o corto, y hasta incluyeron tratados diplomáticos entre reptiles y mamíferos para cuestiones comerciales. Todo regulado por diferentes organismos del Imperio.

Entre las palomas, quienes más poder tenían eran los integrantes de la familia real, donde Anaj era el Príncipe de las Palomas. Pero él era diferente, él era el primer ejemplar de un nuevo ciclo evolutivo de la especie: era más alto, de alas más largas, de cuello más gordo, con pico más largo y un corazón inmortal. Pero sobre todo, podía hacer algo que ningún ser vivo pudo hacer hasta ese momento: pensar.

Pasaron milenios, Anaj fue creciendo y con cada década que pasaba se volvía más fuerte, más veloz, más inteligente. Llegó a estar a cargo de todos los organismos de su monarquía, enseñó destrezas inéditas para otras palomas, lideró batallas épicas con otras especies, supervisó los tratados internacionales más determinantes de la época y, en muy poco tiempo, se convirtió en ser vivo más emblemático de todos.

Tal fue el respeto que le tenían al Príncipe, que nada se firmaba, a ningún lado se iba ni nada se modificaba sin su autorización. De una forma u otra, nada le pasaba desapercibido.

Sin embargo, hubo una sola cosa que no vio venir.

De entre tantas especies en el planeta, siendo la mayoría aliadas del Imperio, hubo una que a través de los centenares evolucionó sorpresiva y ostensiblemente rápido, expandiéndose por toda la región y con una naturaleza destructiva que consumía y alteraba los órdenes del ecosistema a cada paso que daba y que, para este entonces, ya era muy peligrosa: el humano.

El Príncipe estudió todas las soluciones posibles; desde mandar a destruir sus asentamientos principales y quemar sus cosechas, hasta asesinar a la mitad de ellos y desacelerar su crecimiento. Pero ante todas las cosas, Anaj respetaba la voluntad natural y decidió que, por más que le pese, no debía intervenir en ello y dejar que el humano siguiera su curso a través de los tiempos.

Aún así y a pesar de su bondad, el Príncipe se equivocó. Cuantos más años pasaron, el humano se tornó más destructivo. Su ansiedad de poseer y consumir fue la base de la estabilidad de su sociedad, porque mientras más poseía más poderoso se volvía y mientras más consumía más asentaba su sociedad. Al poco tiempo no solo equiparó la mayoría numérica del Imperio de las Aves, sino que al superarlo en cantidad supo también superarlo en condiciones; destruyendo bosques y agotando praderas para ampliar su población, y cazando cada vez más animales para alimentarse, debilitó exponencialmente las capacidades de la monarquía de Anaj.

Lo que una vez fue un abundante paraíso para las aves, ahora eran puñados menores de árboles dispersos donde las palomas debieron segmentarse para sobrevivir. A través de los años, y bajo sociedades de varios nombres, el humano fue destruyendo paulatinamente al Imperio de las Aves, cazándolas por comida o hasta por diversión.

Como era de esperar, el ser humano también se volvió inteligente y, al igual que las palomas, estableció no solo uno, sino varios imperios o estados alrededor del mundo para asentarse como la especie predominante. Construyó industrias, selló las bases de una evolución que dependiera solamente de sí mismo y encontró en la ciencia un instrumento para su prevalencia. El Príncipe no ignoraba esto, pero mayor era su afán de venganza que de templanza, y eventualmente determinó que ya era suficiente.

Con la lealtad inalterable de sus súbditos, convocó a los emisarios más relevantes de la resistencia del Imperio de las Aves y los reunió en la cima de un edificio de Egipto para organizar un plan de ataque contra los humanos. La idea consistía en incrementar su reproducción para volver a superarlos en número y, con el tiempo, hacer honor al mal usado término de plagas que los humanos les dieron para evitarlas. Básicamente, se decidió hacerle la vida imposible al ser humano para desestabilizarlo.

Si alguna vez se escuchó que "una plaga de cuervos consumió toda la cosecha de maíz de una productora", o que "gaviotas reposaron sobre un cableado y dejaron sin energía a una ciudad entera", o bien que "un avión de pasajeros se estrelló en el Mediterráneo tras atrapar a una bandada de palomas en sus hélices", no se trataba de accidentes inoportunos, sino de los eslabones de la guerra sin cuartel que las aves habían librado contra los humanos para recuperar lo que alguna vez fue suyo desde el principio.

Y así, las aves estuvieron en guerra con los humanos hasta días presentes y, sin embargo, no fue suficiente, porque si bien las aves, principalmente las palomas, se llevaban vidas humanas a su vitrinas y eran responsables de grandes desastres, vieron que poco le importaba al humano las pérdidas de sus semejantes. De una u otra manera, siempre serían la especie prevalente; si las palomas destrozaban una granja, había docenas que producían el doble, si había una fábrica a la que le quitaban suministro energético, otras miles aportarían lo mismo en otra parte del planeta, o si las palomas decidieran asesinar a sangre fría a un humano importante en la sociedad, habría otros igual o más importantes en alguna otra parte. 

Así, las palomas terminaron por destruirse a sí mismas en una guerra inútil que solo terminó por beneficiar al ser humano. El Príncipe Anaj vio como sus seguidores poco a poco morían o abandonaban la causa perdiendo su fe en él, se martirizaba por no haber eliminado al ser humano cuando tuvo la oportunidad, maldecía a la naturaleza por haber sido tan débil frente a la voluntad humana y entendió que, en vez de haber sido el eterno Príncipe comprometido con su aves, terminó siendo el responsable de que aquellos que constituyeron lo que alguna vez fue un Imperio, hoy sean un reflejo de sus errores, deambulando en las calles urbanas, comiendo migas de lo que fuere y anidando en postes de luz, sobreviviendo a la merced de otra especie.

Entonces, devastado, el Príncipe se exilió al frío del norte, donde sabía que ninguna paloma jamás lo encontraría, volando hasta el cansancio y derramando la última de sus lágrimas. Al reposarse en el roble más grande, se enroscó entre sus alas, pidió perdón por no haber honrado la edad de las palomas y, aquel día, Anaj murió, jurando reencarnar en algún humano que reflejara vergüenza al cruzarse a sus palomas hermanas caminando por las calles, esquivándolas, respetando su paso, algún día, en algún sitio.