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lunes, 23 de mayo de 2022

La mesa de polvo

En la antigua Ciudad de Buenos Aires de 1889, el joven Francisco Caña escribía sus primeras líneas como cronista en el diario La Prensa, mientras tomaba su cortado en el Café Tortoni.

Todo el país estaba tenso por el advenimiento de una crisis económica por la reciente Ley de Bancos Garantidos que había sacado el Presidente Miguel Juárez Celman. En las sesiones de senadores se debatía sobre si el Gobierno de turno era realmente capaz de hacer frente a las necesidades federales e institucionales, si la delegación de responsabilidades al Gobernador Máximo Paz en pos de solucionar las huelgas en Buenos Aires resultaba efectiva, o si el Ministro del Interior Wenceslao Pacheco había llegado al cargo para colaborar íntegramente con el gabinete o si en realidad era otro calienta bancas que llegaba para cobrar un salario público por ser "conocido de".

Cuando a Celman le llovían críticas de los opositores, Francisco sabía que eran justificadas pero entendía que era imposible publicar contra el Presidente. Si al Ministro del Interior lo criticaba la prensa popular por rumores de corrupción, era imposible que Francisco hiciera una columna en contra de un miembro del gabinete. Si a Julio Argentino Roca querían desestimarlo del PAN, el sentido común de Francisco lo hacía estar de acuerdo pero más le convenía publicar que «Mientras habla la minoría, se fortalece el Unicato». Además, barato le salía y demasiado cobraba por saber con quién podía meterse y con quién no.

Con esa premisa, el joven cronista se asentó como un habitué de peso en las columnas principales del diario; impulsó y ratificó medidas políticas polémicas, fomentó la polarización de la sociedad y fue el principal artífice de las causas mediáticas que, entre otras disputas, convergieron en la Revolución del Parque y, por si fuera poco, acrecentó su imagen popular en torno a las clases más altas a costas de fingir una identidad política y contradecir sus ideales.

La metodología era la misma. Cada vez que el diario bajaba la orden de emitir un comunicado sobre tal o cual personalidad o hecho político, Francisco se abrigaba, agarraba sus cosas y convertía al Tortoni en la cuna del pensamiento popular del día siguiente.

Con la renuncia de Celman consumada, en parte también por sus operetas generadas para favorecer a un Carlos Pellegrini cada vez más popular, Francisco supo asegurarse un puesto de prestigio entre la opinión pública. Tanto llamó la atención que, tiempo después, dejó de publicar en el diario La Prensa y se dedicó a brindar entrevistas a otros diarios populares, a redactar panfletos de partidos autonomistas y, principalmente, a escribir reseñas sobre personalidades influyentes del momento, según el interés del contratista.

En su afán mercenario, Francisco hizo de su oportunismo una virtud: Se codeó con gente importante, fue artífice del hundimiento de la misma, reivindicó a pocos y se aseguró de que, donde sea que vaya, su nombre se dijera con altura y temor.

La mayoría de las veces, el prestigioso cronista no ofrecía sus servicios a nadie, sino más bien lo iban a buscar donde sabían que lo iban a encontrar. En el Tortoni, si alguien entraba y veía a Francisco Caña, sabía que era mejor sentarse a varias mesas de distancia, o bien, si él entraba, aquellos sentados pagaban la cuenta y se retiraban, o movían su café a la barra, para dejar el lugar libre.

Pero un día como cualquier otro, Caña llegó al café, tomó asiento y se puso a leer. Al minuto, un hombre alto y con bigote entró detrás de él, lo siguió y una vez sentado le preguntó:

—¿Francisco Caña?

—¿Quién pregunta?—, retrucó el cronista.

—Preciso conversar con usted.

El hombre se identificó como «un emisario de la Unión», le dijo que necesitaban de sus servicios para sabotear el alzamiento del «peor enemigo nacional», que era de extrema urgencia que su voz se pronunciara nuevamente en el diario La Prensa alertando a la sociedad que este sicario jamás triunfaría ante la fuerza popular, que le garantizarían la tapa y que pagarían muy buen dinero.

Caña hizo silencio, dubitó un momento y, mirando a los ojos del hombre desconocido, afirmó:

—Pague el doble de lo que me ofrece y considérelo hecho.

Se estrecharon la mano y acordaron volver a reunirse en tres días, en el mismo lugar.

Durante los días siguientes, Caña concurrió al Tortoni y se sentó en la misma mesa. Pasó horas escribiendo a mano, sacándole humo al papel e ingeniando la columna más feroz y aniquiladora que había escrito en su vida sin reparar en su anhelo por el dineral que esto le significaría.

Una vez terminada, Caña contempló la nota y muy convencido pensó «uno más al que hago polvo».

Al día siguiente, se vistió con su mejor traje, calzó su galera, plegó la nota en su bolsillo y se dirigió nuevamente al Tortoni.

Al entrar, se ubicó en la mesa de siempre a esperar al hombre alto y con bigote, pidió un café y decidió leer su columna una última vez. Con cada línea que leía se enorgullecía más de su capacidad radial, cada párrafo era un guiño a su billetera y la metafórica que había aplicado le parecía sencillamente inigualable.

Pero cuando comenzó a leer su último párrafo, el más largo de los que escribió, empezó a sentir mucho calor. Se sacó el traje mientras leía y sintió la necesidad de también quitarse la bufanda, abrirse el chaleco y arremangarse la camisa. Apuró su lectura para poder refrescarse pero mientras más rápido leía, más calor sentía, y al llegar a la mitad, Francisco sintió como los ojos se le prendían fuego, también sus manos, también el pecho, mas era imposible que dejara de leer. Continuó recitando el párrafo hasta el final hasta que súbitamente comenzó a calcinarse y carbonizarse mientras pronunciaba el último de sus renglones a gritos desesperados y, mientras lo hacía, se iba desintegrando en cenizas hasta que por fin, terminó de leer.

Grata fue la sorpresa del hombre alto y de bigote cuando llegó al Tortoni y entendió que aquello que necesitaba con urgencia se había cumplido, una vez que vio la mesa en donde iba a reunirse, llena de polvo.