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lunes, 28 de febrero de 2022

El primer «Guerrero Jaguar»

Alrededor del año 1.044, en algún lugar árido de lo que hoy es el sureste de México, varias familias de aztecas nómadas caminaban, sin rumbo alguno y con nada más que sus herramientas y sus recién nacidos en brazos, por las costas de un río tranquilo con esperanzas de encontrar un terreno fértil para la cosecha.

Durante años, los aztecas vagaron de lar en lar en búsqueda de la prosperidad, sobreviviendo ataques de tribus hermanas que robaban sus bienes, mutilaban a sus hombres y violaban a sus mujeres por diversión. Soportaban las peores sequías, los climas más animosos y lidiaban constantemente con la desatención y el autoritarismo de algunos de sus propios líderes, quienes debían ser responsables del cuidado y protección de los grupos familiares que, con cada noche que pasaba, más aumentaba su desconsuelo.

Entre ellos se encontraba Ocelkonetl, un niño huérfano adoptado por el anciano mas longevo del grupo.

Los padres de Ocel fueron asesinados por sicarios totonacos tras ser encontrados huyendo de uno de los tantos asaltos y quemas de sus asentamientos. Fueron atados y degollados cruelmente, pero cuando estaban a punto de asesinar a Ocel, un jaguar saltó sobre los sicarios, quitándoles la vida, y a su vez, salvando a Ocel, quien apenas tenía días de vida.

El anciano, que huía despavorido, se topó con el felino sentado entre las sombras de los árboles, custodiando pacíficamente el cuerpo de un niño en lágrimas. Al retirarse el animal, el anciano recogió al bebé en brazos y, desde entonces, tomó cuidados por él, bautizándolo bajo su nombre.

Tras giros de la suerte y eventualidades fortuitas, los aztecas fueron asentándose paulatinamente en zonas más alejadas de los ríos, y así mantenerse distantes de otros pueblos enemigos. Para este entonces, Ocel ya tenía veinte años y era el miembro más fuerte de su grupo social; se encargaba de las expediciones de búsqueda de agua, vigilaba los límites de su asentamiento, supervisaba la caza más pesada y se entrenaba en su privacidad con la esperanza de, algún día, poder defender a su pueblo. Pero aún así, no le sería suficiente.

Al caer la noche de un día común, en uno de sus turnos de vigilia, Ocel supo distinguir a un grupo armado de exploradores tlaxcaltecas que se dirigía hacia su asentamiento. Rápidamente, tomo todos los atajos posibles para poder alertar a su pueblo, pero apenas llegó, detrás llegaron los tlaxcaltecas.

Durante el saqueo a su gente, los enemigos robaron, quemaron, derribaron y mataron cuanto les dio en gana, reduciendo su grupo social considerablemente y tomando de prisioneros a otra gran parte. Ocel fue el único de su grupo que logró liquidar a un par de invasores, llamando la atención de su general, quien al someterlo con sus hombres, se encargó de asesinar en frente suyo a varios integrantes de su pueblo, entre ellos al anciano que lo había criado.

De todas formas, los tlaxcaltecas se dieron el permiso de ser piadosos, dejando a varios con vida y soltándolos a la intemperie de la selva mientras se reían cínicamente. Ocel, parte de los afortunados, propuso que lo mejor sería reagruparse con un grupo cercano de aztecas, y así también dar aviso de la avanzada de otros pueblos por la zona.

Al llegar y dar reporte, el miedo hizo que todo el asentamiento decidiera migrar hacia otro territorio a principios del alba, selva adentro y armados con lo que sea, por precaución.

Una noche común, y tras semanas de caminata sin haber podido encontrar un sitio seguro, el grupo avistó en el cielo una luz intensa e incandescente que descendía en dirección a ellos y que, mediante más se acercaba, más se sentía el calor que emanaba. Cuando descendió lo suficiente, y tras el susto despavorido de todos, la luz fue perdiendo nitidez y logró distinguirse en ella una forma humana, increíblemente alta, de tez azul y con una vestimenta muy distinta a la de los nómadas, quienes levantaban sus manos hacia la luz, como sabiendo de quien se trataba.

Mi nombre es Huitzilopochtli—, dijo con voz distorsionada. Sigan la horda, desistan de Aztlán, hogar de nosotros, renazcan y rijan la tierra nueva, donde un águila los espera sobre un nopal, desayunando una serpiente—.

Repentinamente, la luz desapareció.

El grupo siguió, esperanzado e ilusionado por la premonición de su Dios, mas Ocel quedó rezagado, no se movió del lugar donde la luz había reposado. A su manera, pidió en voz alta que Huitzilopochtli se manifestara de nuevo, para pedirle que trajera al anciano que lo había criado de vuelta a la vida, pero en su lugar se le manifestó Tezcatlipoca, una entidad oscura y atemorizante que le ofrecería algo más que simple misericordia, y que le sería favorable para vengarse de todos los que se animaran a desafiar a su pueblo otra vez.

Ahogándolo casi hasta la muerte, suspendió a Ocel en el aire y le dijo:

Voy a entregarte a tus orígenes, a ver si sabes qué hacer con ellos—.

Después de sentir un dolor inigualable y parpadear dos veces, cayó noqueado al suelo.

Al amanecer, estaba solo, había perdido el rastro de su grupo y cuando salió a buscarlo se topó con los mismos invasores que habían masacrado a los integrantes de su anterior asentamiento, incluyendo al anciano. Aquel general tlaxcalteca ordenó que lo sometieran y que le abrieran el estómago a la mitad. Ocel estaba listo para morir, pero cuando vio la navaja presionando su abdomen, la punta se quebró. Intentaron hundir una lanza, y también se quebró.

Con un simple forcejeo de brazos, logró expulsar a metros de distancia a los hombres que lo sostenían, se abalanzó hacia los demás para liquidarlos con sus propias manos y, mientras lo hacía, se daba cuenta de cómo había cambiado su cuerpo; sus saltos eran más altos, sus piernas más ágiles, sus golpes más fuertes, podía hacer crecer sus uñas, sus colmillos y agudizar sus sentidos para saciar su sed de sangre cada vez que se le antoje.

Días después, Ocel alcanzó a su grupo, que seguía en la peregrinación por la tierra que Huitzilopochtli había premonizado, pero bien sabían que no tendrían mucho remedio si debían hacerle frente a un ataque de otra tribu enemiga. Sin embargo, no contaban con que Ocel había vuelto a sus filas para cambiar radicalmente el destino de su pueblo.

Los aztecas fueron peregrinos por décadas, tardaron aproximadamente dos siglos en establecerse en su tierra prometida para renacer bajo el gentilicio de mexicas. Con el pasar de los años, los mexicas se conformaron como una de las civilizaciones más prósperas de Centroamérica, siendo un imperio vasto y sustentable que basaba su prosperidad en la conquista, y para ello, se dice que en sus agendas bélicas contaban con diferentes clases de soldados, que eran criados para la guerra desde el día que nacían y se los entrenaba en las estrategias y conocimientos más finos del combate. Entre estos guerreros, los más populares eran aquellos entrenados bajo la creencia y las habilidades que un aguerrido salvador había transmitido de generación en generación en pos de garantizar la supervivencia de su gente; Ocelopilli, el «Guerrero Jaguar».