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miércoles, 19 de enero de 2022

El misterioso jugador del CURCC

En la ciudad de Seúl, como todos los sábados después de trabajar, Aaron López Fontana se junta a jugar al Fútbol 5 con sus compañeros de la corporación.

El predio a donde van es gigantesco, de hecho es el más avanzado y mejor construido del mundo; las canchas tienen una iluminación tal que permite ver si una pulga camina por la punta del césped de la cancha, aficionados al fútbol de todas las edades viajan horas desde otras ciudades para llegar a tiempo por la reserva de una vacante, que no es para nada barata. Para todo aquel que disfrute del fútbol amateur de calidad, es un privilegio siquiera pasar la puerta de entrada.

Los amigos coreanos de Aaron son jugadores de fútbol bastante mediocres, pero lo que les falta en destreza futbolística lo compensan en el peso de su billetera, caso contrario no se reunirían todos los sábados en semejante predio. El único sin una buena situación económica es Aaron, no porque gane un mal salario, al contrario, gana lo suficiente para mantener su departamento en Yongsan y cubrir algunos gastos generales, pero lo que también debe calcular, es la mensualidad que religiosamente le transfiere a sus padres en Piriápolis, Uruguay.

Los padres de Aaron se mudaron a Chicago cuando él era chico, allí pasó varios años de su vida hasta que decidió irse a Seúl a estudiar ingeniería, todo pagado por su padre, que trabajaba para una empresa en la industria farmacéutica. Pero un año después de que Aaron se mudara a Seúl, la empresa quebró, y sus padres debieron volver a Piriápolis con nada más que sus valijas y diez dólares en el bolsillo. Desde entonces, Aaron les prometió garantizarles la misma vida que una vez habían tenido los tres en Chicago.

Siendo así, a Aaron solo le quedaría dinero para poder comprarse no más que un chicle al final del día, pero ¿cómo podía entonces pagar lo que le correspondía por la cancha de los sábados? Fácil, sus amigos siempre pagaban por él. No por lástima o por tener un gesto amable, sino porque Aaron es increíblemente talentoso con una pelota en los pies.

Gracias a Aaron, el equipo de siete jugadores donde estaban registrados en los torneos del predio de futsal, estaba invicto hace dos años, sin conocer la derrota y habiendo ganado casi todos sus partidos por humillantes goleadas al rival. Sus amigos coreanos rogaban cada sábado que ningún agente despistado de algún club del país pasara casualmente por las inmediaciones de la cancha, para que así no lo vieran jugar y no le propongan algún contrato millonario sobre la mesa que obligara a Aaron a renunciar al amateurismo que tanto les hacía disfrutar.

De tanto rogar, se ve que Dios o alguna fuerza superior universal, los escuchó. Jamás apareció nadie en el predio para ver jugar al pibe uruguayo de veintitrés que la descose en un rincón de Seúl. Salvo una vez.

Uno de esos sábados, cerca del final del partido, se aparece un hombre mayor, occidental, bastante petiso, con una boina marrón y un cigarro en la mano. Se queda diez minutos y se retira lo más campante.

Al sábado siguiente, otra vez. El viejo se queda diez minutos, termina su pucho y se va, caminando muy despacio.

La escena se repite intermitentemente; a veces aparece un sábado, al otro no, después aparece tres sábados seguidos y se ausenta los siguientes dos para luego aparecer otro sábado más. Para colmo, siempre que Aaron quiere acercarse al alambrado para alcanzarlo, desaparece.

Un día, el viejo no fue más. Aaron eventualmente dejó de interesarse en el tema y le confesó a uno de sus amigos:

Seguramente no es más que un pobre hombre que quiere disfrutar de un buen partido de fútbol de vez en cuando.

A la semana siguiente, se jugó un nuevo partido en cancha abierta, bajo una tormenta eléctrica tan fuerte que el viento modificaba el recorrido de la pelota en el aire. El partido terminó 1-0 con un gol de Aaron quien, nieve o truene, siempre jugaba excelente. Pero el partido había terminado tarde, el encargado de limpieza del predio les ofreció quedarse un poco más a todos, al menos hasta que la tormenta amainara un poco. La mayoría de los amigos de Aaron tenían auto y le ofrecieron llevarlo a su casa, pero él se negó, porque no vivía tan lejos y tampoco quería ser una molestia.

Pasó mucho tiempo, Aaron se dio cuenta que el predio estaba apagando las luces y que ya no podría estar refugiándose debajo del techo de la entrada por mucho más, y salió a caminar a su casa sin más que una fina campera y su uniforme deportivo.

Por la fuerte tormenta, decidió encarar por las calles comerciales, que eran más angostas y estaban cubiertas por edificios más altos, así se mojaría menos. Todo el lugar estaba bastante oscuro, no había un alma suelta por ningún lado, los negocios estaban todos cerrados salvo uno, el único que iluminaba la calle Hangang 21, un local pequeño que en el frente tenía un cartel que ponía: "스포츠 에디션", junto a un número telefónico.

A Aaron poco le importaba que el local sea coleccionista de ediciones deportivas del mundo, sólo le importaba saber si podía entrar unos minutos para refugiarse, al menos hasta que la tormenta calme.

El local estaba completamente vacío. No era tan grande, pero estaba tan bien organizado que podían reconocerse ediciones de todas partes del mundo; suplementos de la F1, revistas de El Gráfico de 1949 en adelante, recortes de periódicos sobre fútbol egipcio, el catálogo de modelos hot para la temporada '87 de la NBA, tarjetas de colección de cricket de la India y hasta una foto del Cabezón Ruggeri cuando jugaba en Lanús, firmada por él mismo.

Además de ser un gran jugador de fútbol, Aaron era un obsesivo aficionado a este tipo de cosas, y la variedad y la calidad de los artículos del local lo dejaba sin palabras. Pero lo que más lo sorprendió, fue la sección dedicada a Uruguay.

Al revisar detenidamente el contenido del estante, encontró un recorte estampado de una columna del diario El Siglo, de Montevideo, donde se leía: 

Sábado 12 de Noviembre de 1910
FOOT-BALL
INÉDITO ACONTECIMIENTO
EN EL PARQUE CENTRAL
DE MONTEVIDEO

Misterioso jugador ingresa
en lugar de Carlos Scarone y detona
una goleada infalible de los Carboneros
sobre la escuadra vecina de
Estudiantes de Buenos Aires
en el diluviante partido por la
Copa de Honor Cusenier.

El jugador, no registrado en la plantilla
del CURCC, anotó 9 goles y facilitó
otros 2 para el delantero José Piendibene.

La Asociación Uruguaya de Fútbol
no apelará.

Para sorpresa de Aaron, hincha de Peñarol, no estaba enterado de semejante evento. Estaba completamente seguro de que, al menos una vez, debería haber leído sobre esto en algún portal popular de la web, o escuchar a su padre hablar sobre el tema. Era imposible que algo así de significativo en la historia de su club le haya pasado desapercibido a sus ojos aurinegros, y siguió removiendo el contenido del estante para ver si encontraba algún recorte más al respecto.

Súbitamente, un rayo cae fuera del local y golpea a Aaron con una onda de choque tal que lo deja noqueado por unos minutos.

Cuando despierta, no está en Seúl, sino en los túneles del Parque Central en Montevideo, donde caía una tormenta incluso peor a la que había experimentado en Corea.

Lo primero que ve, son dos hombres, bien vestidos y empapados en agua, discutiendo a los gritos entre sí; «¡Así no podemos jugar!», distingue Aaron de uno de los dos.

—Disculpen... interrumpe Aaron ¿qué es esto? ¿qué pasa?—.

Los hombres se miraron entre sí.

—¿Usted es jugador?—.

Aaron no llegó a responder que ya le habían dado una camiseta rayada en amarillo y negro, mientras lo empujaban hacia una puerta que llevaba a la cancha del estadio.

Confundido, Aaron ve como un lesionado Carlos Scarone se retira caminando del campo de juego, quien lo saluda extrañado y le dice; «A usted sí que no lo conozco, pero haga lo que pueda». Acto seguido, suena el pitido del comienzo del segundo tiempo entre Estudiantes de Buenos Aires y CURCC (que más adelante se refundaría como Peñarol) por la Copa de Honor.

Sin salir del susto, Aaron intenta decirle al árbitro que no sabe por qué lo metieron ahí, que no quiere jugar y que por favor alguien le explique qué carajo está pasando. Pero el árbitro es soberbio, y sólo le ordena que juegue. Sus compañeros de equipo le gritan, le reclaman que corra, que baje a defender o que, mínimamente, reaccione, porque estaban perdiendo 0-1 contra un equipo argentino que nunca habían esperado que les hiciera un partido tan difícil.

Lo próximo que ven, es a Aaron, reventando la pelota de cuero al segundo palo después de gambetearse a cuatro jugadores corriendo desde el medio de la cancha, haciendo caños, bicicletas, gambetas, amagues y vaselinas que no se verían en semejante calidad hasta dentro de aproximadamente noventa años en el futuro. Y pelota tras pelota, la tormenta descomunal que caía sobre el campo de juego quedaría chica frente a la tormenta de goles que el Carbonero le propinara a Estudiantes de Buenos Aires; 11-1, resultado final.

Con el partido terminado, los jugadores uruguayos corren a abrazar a Aaron, quien lejos de entender algo, simplemente disfrutó del partido. Todos se saludan y encaran para el vestuario, y antes de que el propio Scarone se acercara nuevamente a Aaron para preguntarle su nombre, un rayo aún más potente le cae encima, dejándolo noqueado.

Al despertarse, Aaron está otra vez en Seúl, adentro del local de ediciones periodísticas pero que, ahora, es una tintorería común del barrio, y la dueña lo está echando a los gritos a la calle, en plena tormenta.

Cuando sale, mira para todos lados, las calles siguen igual de desoladas salvo por una sola persona, que fumaba tranquilo en la esquina, debajo de un techo. Aaron se acerca, reconoce que esa persona es aquel viejo que de vez en cuando se aparecía los sábados en la cancha. No te lastimaste, ¿no, pibe?, pregunta el anciano en un tono bien rioplatense. Aaron niega con la cabeza y le insinúa; ¿Usted también es uruguayo? ¿Quién es usted?.

El viejo, tira el pucho al suelo y le contesta:

Nomás un pobre hombre que quiere disfrutar de un buen partido de fútbol de vez en cuando—.