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martes, 21 de septiembre de 2021

La poetisa del mar

La vida de los poetas siempre fue así, carente de sencillez. Pero si me preguntan sobre los poetas, diría algo más elaborado pero inequívocamente significaría lo mismo; todos los poetas, son más por sus dramas que por sus poesías.

Es gracias a lo que sabemos de los poetas, que hoy existe un pavimento para nuevos desdenes que todavía ni nos imaginamos cuales serán, pero que en un principio nos ayudó a ordenar y clasificar algo que en los 1900, por ejemplo, era algo tan misterioso y personal como el drama.

Ojo, no podemos clasificar el drama , pero sí a los dramaturgos, para poder entender qué radicaba en ellos y por qué. Podemos hablar de Kafka y su aparente trastorno de la personalidad, de García Lorca y la homofobia, la cuestión política de Neruda, la ansiedad de Pizarnik, e ir desde los tintes reivindicativos de Machado hasta la epicidad de Borges.

Y me agradaría decir que el caso de Alfonsina Storni no es distinto, pero lo es.

La lectura poética nunca fue mi fuerte ni mi gusto, siempre me gustaron los textos más largos, con anécdotas contadas con otros hilos y con desenlaces poco predecibles, pero lo que supe de Alfonsina Storni hace no mucho, me hizo entender varias cosas.

Hace exactamente un mes, el 20 de Agosto del 2021, fui con mi amiga Joana a conocer el mirador de la torre de la Galería Güemes. El celador nos llevó hasta el punto más alto del edificio y pudimos ver en 360° gran parte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires junto a una pareja de viejitos cansados. Cuando llegamos, muy amablemente nos saludaron y se presentaron, se llamaban Camilo y Belinda, él de setenta años y de Galicia, y ella de setenta y dos y de Lugano, pero no de Buenos Aires, sino de Suiza.

Estaban agitados por subir las escaleras, nos contaban que hacía cuarenta años que estaban viviendo en Argentina, que por diferentes cuestiones familiares de ellos se vinieron a ver a la madre de Belinda, que había nacido acá y que desde entonces nunca se volvieron a Europa. Nos contaban que les gustaba mucho salir a caminar por Buenos Aires, por la costanera o bien por microcentro, «por la mística, la cultura y la poesía».

Mi amiga Joana es muy fanática de la poesía, me ganó en el interés y les preguntó: "¿Por qué por la poesía?", y la respuesta nos volaría la cabeza.

Belinda empezó a contarnos que su madre, Carla, era argentina, pero que había vivido unos años en Suiza porque siempre quiso conocer la ciudad natal de sus abuelos paternos (o sea, los bisabuelos de Belinda), y que después de oportunamente conseguir trabajo, se casó y tuvo a Belinda allá.

Los bisabuelos de Belinda eran de Bellinzona, pero luego de que uno de ellos, Gregor, fuera contratado como empleado de mantenimiento de barcos pesqueros en el lago de la localidad, él y su esposa Elvira se mudarían a Lugano, pero unos años más tarde, a mediados de 1896 y gracias a las políticas de inmigración de los gobiernos liberales de Argentina, el matrimonio decidió emigrar en búsqueda de una mejor vida.

Cuando partieron desde Génova, Italia, - nos contaba Belinda - Gregor y Elvira conversaron cordialmente con un matrimonio que se embarcaría también hacia Buenos Aires. El matrimonio era el de Paulina Martignoni y Alfonso Storni, argentinos que luego se irían a San Juan, donde estaba su familia, y ni se imaginaban lo que estaría a punto de sucederles.

En pleno altamar, repentinamente el clima empeoró , diluviaba a cántaros, las personas a bordo no escuchaban más que truenos y muchos de ellos pensaron que se iban a morir por los golpes que las olas le daban al crucero. En el alboroto, Gregor escuchó a Paulina pedir ayuda a los gritos porque su marido, Alfonso, había resbalado y caído al océano, y cuando salió desesperado a la cubierta para intentar ayudarla, quedó atónito por lo que vio.

En el medio de una tormenta descomunal, cuando Gregor llegó a levantar a Paulina del suelo, ambos vieron asomarse desde el borde del barco a una criatura enorme, con forma humana, de color azul y gravemente herida, que sostenía en una mano a Alfonso quien, a su vez, tenía en brazos a un bebé, con rasgos similares a los de la criatura, y que luego de reposar a ambos en la cubierta del barco, se zambulliría de nuevo en el océano, para que en cuestión de minutos la tormenta se esfumara.

Alfonso estaba en shock, parecía haberse olvidado de cómo parpadear, Paulina y Gregor le hacían preguntas pero no respondía, solamente bajaba a la mirada para ver al bebé, que a medida que lloraba iba perdiendo los rasgos similares a la criatura para adoptar más los rasgos humanos de Alfonso, quien se daría cuenta que no era un bebé, sino una beba, a quien le dedicó sus primeras palabras después del shock: «Alfonsina, dispuesta a todo».

Cuando llegaron a Buenos Aires, Alfonso y Paulina se despidieron de Gregor (quien en Argentina se haría llamar Gregorio) y Elvira, con quienes acordaron no decir una sola palabra de lo que había sucedido en altamar, y jamás se volvieron a ver. Solo supieron que los padres de Alfonsina registrarían su nacimiento hasta muchos años después, manifestando que había nacido en Suiza, en la ciudad donde ellos habían vivido un tiempo.

Pasaron los años, Gregorio y Elvira se establecieron en Buenos Aires, ambos con empleos medianamente decentes y hospedados en una pensión compartida en el barrio de San Telmo. El episodio del barco nunca lo habían traído nuevamente a la luz y jamás escucharon algo sobre Alfonsina o sus padres, hasta que un día de 1916 y gracias a las revistas de la ciudad que leía Elvira, vieron en uno de los poemas la firma «Alfonsina Storni». Al verla, ambos quedaron atónitos, porque sabían exactamente de quien se trataba.

Con el tiempo, Alfonsina se fue convirtiendo en una intelectual reconocida en la comunidad de escritores y poetas rioplatenses, más en su condición de mujer en aquella época, pero aún así y para sorpresa de Gregorio y Elvira, nunca se sospechó nada sobre sus orígenes, nadie supo nada, quizás ni sus hermanos ni sus hijos supieron quien era ella realmente o de donde venía.

A fines del año 1935, Alfonsina había superado una operación consecuente del cáncer, y se hospedó en una casa de la calle Suipacha en Buenos Aires, Elvira se enteró y le dijo a su marido de ir a visitarla, pero Gregorio se negaba, decía que no correspondía, pero aún así, Elvira lo obligó. Se presentaron como "amigos de sus padres", pero Alfonsina era demasiado paranoica, se desentendió y les cerró la puerta en la cara.

Desde entonces, tanto Gregorio como Elvira quedaron consternados por su imprudencia, pero sabían que, de alguna manera y en algún momento, tendrían que hablar con ella. Gregorio insistió demasiado, fue tres veces más a su casa y hasta llegó a esperar a que saliera en dos ocasiones para hablar con ella sin éxito alguno, motivo por el cual Alfonsina decidiera mudarse al Edificio Bouchard, para librarse del acoso de Gregorio.

Sin embargo, algo debió haber reflexionado Alfonsina para que finalmente decidiera recibir en sus condiciones de salud y en su propio departamento a Gregorio, quien nuevamente se las había arreglado para dar con ella.

Alfonsina lo invitó a pasar a su habitación, despachó a la mujer que la ayudaba con las tareas del hogar y quedaron solos. Él le comentaba, con mucha vergüenza, como era que había conocido a sus padres, en qué condiciones y qué había vivido junto a ellos en altamar, y para su sorpresa, Alfonsina era consiente de lo que le estaba contando.

En una charla que duró más o menos tres o cuatro horas, Alfonsina le confesó a Gregorio que ella no era humana, o que en realidad era «mitad humana y mitad algo más», que era hija de su padre Alfonso, más no de su madre Paulina, porque cuando salió del océano necesitó que su verdadera sangre se mezclara con la sangre de algún humano para poder vivir en un mundo fuera del agua. Le contaba que aquella criatura gigante y malherida que la dejó en brazos de Alfonso, era en realidad su verdadero padre, quien la estaba salvando de una guerra civil que existía bajo los mares, y que fue quien le indicó a Alfonso, cuando cayó en el océano en medio de la tormenta, que por favor se llevase a su hija.

Alfonsina mantuvo contacto con Gregorio, incluso cuando se mudó a Mar del Plata, dejándole escrito el número de teléfono del hotel donde se hospedaría para que la llame seguido y así pudieran seguir conversando. En sus últimos días, Alfonsina le confesaba a Gregorio que siempre tuvo una fascinación incrédula con el mar, quizás porque de allí venía, quizás porque extrañaba a alguien , quizás también porque ya no extrañaba nada. Pero que todas sus mayores desgracias, empezaban y terminaban en el agua: que sus llantos en los barrancos del Río Paraná no eran simplemente llantos, sino que se reunía con seres de su familia para consolarse, que entendía que su padre Alfonso fuera tan melancólico después de su episodio en altamar, que cuando ella jugaba en las playas de Mar del Plata fantaseaba con que alguno de sus hermanos del agua la viniera a visitar, que si ella caminaba por algún río de Colonia en Uruguay lo hacía descalza para así recordar de vez en cuando cómo se sentía estar en casa, pero sobre todo entendía que la guerra submarina por la que tuvo que irse aún seguía librándose, porque la ola que la golpeara tan fuerte en el pecho y que luego le ocasionara el cáncer de mama no fue simplemente una ola, sino alguna bestia del mar que vio en ella una oportunidad de atacar a alguien del bando contrario.

Gregorio habló por última vez con Alfonsina una tarde del 25 de Octubre de 1938, quien finalizó la llamada con un "Gracias Gregorio, y disculpe por la tormenta de la vez aquella". Nervioso, llamó cientos de veces al mismo teléfono sin recibir contestación alguna, para que al día siguiente se desayunara el verso de 

"si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...".

Hay dos versiones sobre el nacimiento de Alfonsina; una dice que nació en Suiza y que la registraron unos días después; otra dice que nació en altamar.

Existen dos versiones sobre la muerte de Alfonsina; una dice que una madrugada de Octubre de 1938 se arrojó desde una escollera en Mar del Plata, suicidándose; otra dice que simplemente fue a caminar, se adentró en el mar, feliz por primera vez en su vida y nunca más se la volvió a ver.

Pero es una sola la historia de vida que se cuenta sobre Alfonsina, sobre quien fue, cuales fueron sus problemas y cómo los usó ella para convertirse en una poetisa del drama; yo hoy te cuento por qué fue la poetisa del mar.

lunes, 6 de septiembre de 2021

Carta para el Franco de Cincuenta años.

Bueno, acaban de pasar dos días de que cumplí veinticinco. Yo sé que me vas a leer en algún momento, y aunque falta una banda, hay un par de cosas que me gustaría que me cuentes, pero no hace falta que te apures, sé que falta mucho.

No me vas a dejar mentir, nunca nos sentimos de veinticinco. Con una pandemia encima y casi veinte meses de envejecimiento tirados a la basura por tan estáticos que estuvimos en nuestras casas, es de esperar que no nos haya caído la ficha a tiempo de la edad que teníamos.

De todas maneras, cayeron otras fichas. Cuando tenía veintitrés, jodía con mis amigos diciendo que me asustaba saber que en siete años tendría treinta, nos reíamos y la dejábamos pasar, pero una pandemia después y que, después de un parpadeo, a esos veintitrés se le hayan sumado dos más, es un susto un poco mayor. No tanto un susto por el número, sino por la sensación de que lo que teníamos para los veintitrés, no se renovó mucho al pisar los veinticinco.

No estoy ni a la mitad de mi carrera, no sé si debería estudiar otra cosa, no sé todavía lo que es un trabajo en blanco, no tengo un auto, ni novia, y me cansa un poco la misma rutina de siempre, yéndome a dormir pensando que esa realidad tiene que durar un día más.

No jode tanto lo de la novia, pero lo otro me quita horas de sueño, a veces ni siquiera duermo y, cuando me reflejo en semejantes, no logro entender qué estaré haciendo mal, o qué me faltará hacer, para competir (sanamente) con la realidad de esa persona.

Ya sé, deja de cagarme a pedos, no sé ni qué mierda estás pensando pero te conozco y sé que es lo que me podés llegar a decir, pero bancá un toque, hago lo que puedo con lo que tengo. Vos lo sabés.

Lo que te puede servir de Tafirol para el dolor de cabeza que te estoy causando, es que en realidad sí me di cuenta de lo mucho que me falta por vivir. O sea, son veinticinco años, pensar que esto te va a llegar dentro de cinco lustros me vuela la cabeza, no puede ser que hoy sea tan joven y que todavía no lo sepa, que no caiga en el tiempo que me queda para aprovechar e invertir. Pero me es imposible pensar que los podría haber vivido de una manera diferente.

Quisiera que sea al revés y que me digas vos cómo son las cosas en tu vida del 2046. Y no me refiero a si los autos vuelan, o si ya se puede viajar a Marte en el aéreo que para en la esquina, o si las compras que hacemos por MercadoLibre llegan a través de un drone a hélice de avanzada IA, o esas pelotudeces. Es más personal.

Quiero saber cual es tu título, o si tenés más de uno, quiero saber de qué trabajas, si los plazos fijos siguen existiendo o si mágicamente te hiciste millonario por alguna cosa medio rara que descubriste, si el lugar donde estás viviendo es aquel donde hoy yo quiero estar, si la vieja está bien, si el Peugot 208 sigue siendo un autazo, si tu hija se llama como yo sé que se va a llamar, si ahora el daltonismo tiene cura o si es un motivo para hacernos famosos, si te hiciste un tatuaje que te dolió hasta el ano o si simplemente tenés la capacidad y la tranquilidad mental de decir "Sí, querido Franco delgado con pelo largo del 2021, al final llegamos a los cincuenta siendo felices, no te preocupes".

No te pido mucho.

O mejor dicho, es un montón, sí, pero por ahí sabés que me estoy haciendo el boludo para disimular que estoy un toque desesperado e intranquilo. No es tanto por tus respuestas, sino sobre cómo obtenerlas para responderme a mi yo de ahora, dentro de cincuenta años.

Al fin y al cabo, ese vacío que sentimos desde el 2014 sé que está ahí y que es la madre de todas las variantes raras de mi futuro, para bien o para mal, per al menos quisiera saber si aprendimos a lidiar con esa responsabilidad, pero okey, somos supersticiosos y tuvimos que recurrir a escribir (lo mejor que sabemos hacer) para calmarnos. Bah, capaz vos ya estás calmado.

A groso modo, si lo único que nos queda y que sé que va a perdurar hasta que me respondas, son los recuerdos, yo te aseguro que te los voy a dejar en la caja fuerte, con la contraseña de siempre y con un easter egg que diga "si lees esto es porque tenés cincuenta año y sos un viejo puto", así explotamos juntos.

Y a modo de cierre, así no te hago enojar causándote calvicie, te quiero decir que te quedes tranquilo, sé que responderle a la gente que eventualmente venga a preguntarnos aquello que queremos responder, ya no me como el mundo insolentemente como antes, empecé a laburar con lo que somos hace no mucho, tengo muchas ganas de saber de vos y te prometo, con toda seguridad, que vamos a seguir siendo futboleros, peronistas y de Zona Sur para toda la vida.

P. D.: apenas pueda, te voy a dejar un grabado en algún lugar de la Ciudad Autónoma o de Avellaneda, para que lo leas y digas "fua, re boludo el que escribió esto". No para que hagas nada, es por la épica nada más. Cuidate mucho.

domingo, 1 de agosto de 2021

La verdad sobre el Empréstito a Baring Brothers & Co.

El 19 de Agosto de 1822, el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires decidió que, bajo la gestión del entonces Ministro Bernardino Rivadavia, se pediría un préstamo de cuatro millones de pesos a valor nominal a la banca de Baring Brothers & Co.

La provincia todavía seguía constituyendo su autonomía a seis años de la declaración de la independencia, de modo que la intención principal, según datos históricos, era destinar ese dinero a obras masivas en el Puerto de Buenos Aires, crear un par de ciudades e instalar agua corriente en zonas aledañas.

Entonces, con la indicación de Rivadavia, los negociadores encabezados por Braulio Costa, se fueron a Londres a cerrar el acuerdo por un millón de libras esterlinas que, con el tiempo, se tomaría como una de las estafas más deshonrosas y humillantes a la patria.

El colmo estuvo en que, al momento de contraer el préstamo, y fuera de lo esperado, la banca inglesa propuso financiarlo a un ochenta y cinco por ciento del valor nominal. Entonces, los negociadores propusieron emitir el certificado de deuda con un setenta por ciento de colocación nominal y el quince por ciento restante sería deliberadamente comisionado entre la banca y los encargados de la negociación. O al menos eso se dice.

Pero la verdad, que nunca salió a la luz hasta el día de publicadas estas palabras, fue otra.

Resulta que antes y durante las invasiones inglesas al Virreinato del Río de la Plata, se registró en los controles costeros del Puerto de Buenos Aires, una serie de incidentes marítimos y naufragios llamativamente repetitivos. Las embarcaciones militares y capitanías navales tomaron cartas en el asunto y se encargaron de reportarlo a las autoridades estatales. Recuperaron restos, distribuyeron la carga que los naufragios traían y registraron testimonios de los tripulantes de cada navío.

Para sorpresa de las autoridades, la mayoría de los entrevistados a través de los años, habían declarado haber chocado con infraestructura submarina del puerto o que habían sido emboscados por algo en movimiento que, según los navegantes, serían restos de alguna nave desmantelada durante las invasiones o bien algún elemento contundente que se encontrara anclado en el fondo.

En cualquiera de los casos, las declaraciones serían incongruentes, porque el Río de la Plata era cómodamente profundo para embarcaciones pesadas y los navíos mercantes obviamente fondearían lejos de cualquier zona de riesgo de conflicto bélico. Sin embargo, al presentar los testimonios al Ministro de Relaciones Exteriores un año después, Rivadavia ordenó confiscar y suspender los registros notariales sobre los naufragios indeterminadamente y llevar a cabo una investigación confidencial en todos los sectores donde se habían reportado incidentes.

El informe de la investigación que le llegó un mes después fue insólito. Todas y cada una de las fragatas militares que se habían desplegado en las zonas de colisión habían reportado "(...) repentinos avistamientos de criaturas marinas semejantes a las ballenas, con cuellos largos y de tamaño similar a los navíos mismos".

Sorprendido, Rivadavia exigió ser testigo de uno de esos reportes y partió en la madrugada del 9 de Julio de 1817 hacia zonas más profundas del Río de la Plata en una fragata copada con la élite de la marina nacional. Aquello que vio lo desconcertó tan a sobremanera que decidió declarar un alerta a todas las capitanías militares sobre estas criaturas para que, con métodos de carnada de diferentes cebos, se las alejara del puerto y se las dirigiera hacia el Océano Atlántico, por el mayor tiempo posible.

Ya en 1822, Rivadavia se reunió con el Gobernador Martín Rodríguez y le comentó toda la serie de eventos de algunos años atrás. Ambos coincidieron en no solo mantener todo en secreto, sino que ante la falta de soluciones para lo que ellos crían un problema, decidieron recurrir a la asistencia de algún organismo que faculte las herramientas para deshacerse de estas criaturas. Y así fue como se concluyó en el consentimiento de la Junta de Representantes de Buenos Aires para ir en búsqueda de un préstamo a la banca Baring Brothers & Co., que si bien se creía necesario para la inversión pública, gran parte del capital se destinaría para la otra cuestión.

El viaje a Londres no fue exclusivo para el empréstito, porque además se sabía gracias a las historias urbanas que Martín Rodríguez había escuchado de Manuel Belgrano tras su viaje en 1815, que Inglaterra contaba con conocimientos sobre este tipo de seres vivos y que podrían ser de gran ayuda. La Banca se reunió con los negociadores argentinos, que más que a negociar fueron a recibir asesoramiento de prestigiosos zoólogos, entre los cuales se encontraba Edward Bennett, quien sería Secretario de la Sociedad Zoológica de Londres en el futuro, y acordaron los términos del auxilio.

Al regresar de forma secreta a la Argentina, Braulio Costa y Miguel Riglos le presentaron a Rivadavia un "Plan de Contención y Reubicación" copiado al que los ingleses habían tenido con criaturas similares que ellos llamaban Afancs, que habitaban en los mares de todo el Reino Unido y que eventualmente supieron reubicar en diferentes lagos remotos de Gales para evitar que fuesen vistos.

La intención de Rivadavia fue seguir al pie de la letra la adaptación de ese plan. Su idea era construir una especie de trampa en aguas poco profundas, intentando atrapar con redes reforzadas a estas criaturas y, una por una, llevarlas al sur del territorio, a aguas glaciares y donde había menos densidad poblacional. Pero no salió bien.

La cantidad de criaturas era masiva, a veces las embarcaciones no soportaban el peso de los ejemplares adultos, las redes se rompían seguido y, además de tardar demasiado en la reubicación, casi la totalidad de ellos eran cazados para ser una especie de trofeo para los tripulantes o bien fallecían tiempo después de sumergirse en las aguas tan frías del sur.

Con el tiempo, hasta Bernardino Rivadavia terminó enterándose de la caza de estos seres vivos, pero no le otorgó importancia e incluso llegó a ocultárselo a Martín Rodríguez para que su autoridad no interfiriera en el asunto.

Al pasar los años y con el Puerto de Buenos Aires reformado, se levantó la prohibición de registros de naufragios a las inspecciones costeras, a sabiendas de que aún había varios ejemplares de éstas criaturas, pero que ya no era la cantidad incontrolable que había antes.

Muchos años después, a mediados de 1876 y durante la presidencia de Nicolás Avellaneda (que era sabedor de los eventos del Río de la Plata gracias al testamento confidencial de Rivadavia), un conservacionista y geógrafo llamado Francisco Moreno, se reunió con el presidente en Buenos Aires y acordó la financiación de la expedición que realizaría a la Patagonia para establecer límites geográficos con Chile, pero con una peculiaridad que no podía hacerse esperar.

Nicolás Avellaneda se había interesado exageradamente en las experiencias de Rivadavia, de manera que se embarcó al Río de la Plata varias veces al mes durante un año para intentar avistar lo que una vez su antecesor vio. Y lo logró. En aguas poco profundas y a tempranas horas de la mañana, atrapó a cuatro ejemplares muy jóvenes de estas criaturas que él llamaba "bestias" cariñosamente.

Después de llevarlas al Riachuelo y soltarlas en una suerte de represa que había construido especialmente para estos animales, el presidente le explicó a Francisco Moreno que ya no era posible seguir ocultándolos, que más temprano que tarde tendría que desmantelar esta represa porque el plan de inmigración que estaba por iniciarse tras la crisis económica afectaría a toda la zona adyacente al Puerto de Buenos Aires, y la vida de las criaturas podría llegar a correr peligro.

Entonces, Moreno le comentó a Avellaneda sobre un lago que en Enero de aquel año había visitado a desembocaduras del Río Limay, entre las provincias de Río Negro y Neuquén, donde las aguas tenían una temperatura adecuada para aquel tipo de animales y que, al ser un lugar casi despoblado, la integridad de los animales estaría fuera de riesgo. Encantado, Avellaneda aceptó.

Como las bestias de Avellaneda no eran pesadas ni de gran tamaño, se le indicó a Moreno que las traslade en tanques de madera en la embarcación que emprendería hacia el sur, con la única particularidad de desviarse hasta aquel lago (hoy conocido como Nahuel Huapi) para, cautelosamente, dejar a estas bestias en libertad y luego quemar los cuatro tanques de madera donde se las trasladaba.

Nunca nadie se volvió a enterar de aquellas bestias. Ni Moreno, ni Avellaneda, ni nadie. Hasta que un día de 1897, le cuentan al Doctor Clemente Onelli que en aquel lugar, se suele ver algo que «sale de los lagos de noche, posee el cuerpo del tamaño de una vaca y deja huellas como las de un pato gigante». Hasta hubo algunos (o sigue habiendo), que decían que era un plesiosaurio. Pero sin embargo, algo debió saber Onelli para decir:

«Vea, che... también puede ser que me haya sido forzoso, para que se realice este nuevo reconocimiento, recurrir al extremo que supone la historia del plesiosaurio, sin cuya quimera no tendríamos expediciones ni nada».

La historia argentina te dice que el 19 de Agosto de 1822 se aprobó la solicitud de un préstamo. Te dice que el 1 de Julio de 1824 llegaron un millón de libras esterlinas que se invertirían en obra pública pero que un porcentaje se lo robaron, que tal empréstito fue una traición a la patria y que a pesar de a las invasiones inglesas no hubo accidentes o naufragios en aproximadamente cuarenta años. Te dice que Francisco "Perito" Moreno no se dirigió al Lago Nahuel Huapi en 1876, sino hacia el Río Santa Cruz, y que no existe tal cosa como esas bestias.

Yo te cuento algo diferente.

viernes, 16 de julio de 2021

28

Me cuesta mucho escribir esto.

Tengo en claro sobre lo que quiero escribir pero no sé por donde empezar.

Hace casi una semana todo era más fácil, sabía que hacer, sabía donde ir y había encontrado una forma inusual de sentirme feliz. Hoy, sin embargo, todo eso se mantiene pero con la sorpresa constante de haber caído en la realidad de que Argentina, por fin, es campeón.

Yo tengo veinticuatro años, en pocas semanas voy a tener veinticinco, soy argentino, vivo en Buenos Aires, me gusta el mate, el dulce de leche, escribir, sé hablar inglés, tengo un blog y un laburo mediocre. En esta época, este tipo de definiciones es común entre nosotros, pero también me di cuenta de algo.

En nuestra singularidad, todos los argentinos, absolutamente todos, nacen con el fútbol, viven rodeados de fútbol, transmiten fútbol, mueren con el fútbol y, en ocasiones, reencarnan en el fútbol.

Un día nace alguien, en tal año, en tal lugar. El padre o la madre, les guste o no el fútbol, son hinchas de algún club. Los tíos, los abuelos, las amistades de alguno de los padres, aunque sea uno, les insisten y presionan para que el sujeto recién nacido sea hincha de algún club de fútbol particularmente querido. Eventualmente ese sujeto crece, es un niño o una niña, va al colegio, se juega un Mundial. Si los partidos son en horario de clase, la clase se suspende y los directivos del colegio ponen un televisor para ver jugar a la Selección. En los recreos, al menos una vez al día, escucha a alguien hablar del resultado de un partido que se jugó el fin de semana pasado. En la adolescencia, tiene normalizadas las conductas de juntarse con gente para ver un partido, o saber que algunos de sus amigos van a la cancha del barrio a jugar un picado, seguramente habrá escuchado anécdotas de gente mayor contando cuando vio jugar a tal jugador o cuando su equipo fue campeón de algo. Llega a la adultez, tiene gente conocida con hijas o hijos crecidos que, por tradición, los han llevado por primera vez a la cancha. Ya ha gritado muchos goles, le guste el fútbol o no, sea hincha de un equipo o no. Y a su vejez, esta persona habrá visto campeón a muchos equipos, ha visto muchos partidos y ha coincidido con pares de su vida para hacer algo en torno a un partido de fútbol. Y todo esto, probablemente, se lo haya transmitido a su descendencia, de generación en generación.

El ser humano nacido en argentina tiene consigo el yin y el yang de la dicha y la desgracia de haber nacido, vivido, muerto y reencarnado en el fútbol.

A mi, antes de nacer, ya me esperaba un banderín que me acreditaba como hincha de Racing. La vida me hizo de Boca. Vi partidos en el colegio. Desayune, almorcé, merendé y cené con partidos de fútbol de fondo. Conocí estadios. Fui a ver a la Selección. Grité goles. Lloré, puteé, festejé y volví a llorar. Y puedo garantizarle a quien sea que lo seguiré haciendo y que, muy probablemente, mis hijos y mis nietos lo hagan también.

Hace casi una semana que me di cuenta de esto, porque hace casi una semana viví algo que nunca había vivido y que me hizo más feliz que nunca.

La Copa América del dos mil veinte se había pospuesto un año por la pandemia. Lo cual odié porque estaba triste y como buen argentino que soy necesitaba de fútbol para ser feliz. Se iba a jugar en dos países, acá y en Colombia. Muy cerca del comienzo de la Copa, Colombia renunció como sede por quilombos políticos, y cuando pensábamos que la íbamos a organizar nosotros en solitario, la CONMEBOL determinó que por tantos casos de Covid-19 que había, tampoco iba a jugarse en Argentina. Estuvo a punto de cancelarse y casi me mato, pero al final se decidió que se jugaría en Brasil, que tenía más crisis sanitaria y política que Argentina y Colombia respectivamente. La final sería en el mítico Estadio Maracaná y todos los equipos de sudamérica participarían.

La última vez que Argentina había gritado campeón había sido hace veintiocho años, justamente también en una Copa América, y desde entonces, perdimos siete finales, pero las últimas tres fueron de manera consecutiva y teniendo al mejor jugador en la historia del fútbol en el plantel.

Nos acostumbramos a ser subcampeones, y no sé por qué, pero el argentino se ilusionó siempre desde el minuto cero como si nada. Para la Copa América de este año teníamos ilusiones renovadas, yo tenía ilusiones renovadas, y no sabía cómo ni por qué.

Pasaban los días, pasaban los partidos y pasaban las reuniones con amigos o en familia viéndolos. Adquirimos cábalas, amuletos de la suerte, pedimos señales divinas, nos llevamos el corazón a la garganta y, de nuevo, como unos imbéciles, nos ilusionábamos.

Ya hacía mucho que el inconsciente colectivo del argentino venía dañado, no solo por el fútbol sino por las desgracias que nos tocó vivir como país. El consuelo más eficaz del argentino es gritar un gol, no importa quien sea, y a esta Copa, con el ataque de un periodismo nefasto y desalentador, la Selección llegaba renovadísima, con técnico joven, con jugadores jóvenes y los históricos que prevalecieron.

Jugamos bien, le ganamos la semifinal a Colombia por penales y un día después del Día de la Independencia, tuvimos que jugar la final contra Brasil, que venía jugando descomunalmente.

Todo el partido fue un chivo en calesita, pero para nosotros era una batalla por la felicidad en el campo. Porque ese 10 de Julio no eran once argentinos contra once brasileños, eramos cuarenta y cinco millones que queríamos y necesitábamos que Argentina salga campeón.

En algún momento del primer tiempo, Ángel Di María metió un golazo que los defensas de Brasil no supieron cómo evitar. Fue uno de los goles que los argentinos más han gritado en su vida, seguramente, pero desde que la pelota tocó la red y hasta que llegara el final del partido, nos dedicamos a sufrir. Lo que faltó del primer tiempo y todo el segundo, los que teníamos la mirada clavada al televisor, hubiésemos hecho millonario a cualquier cardiólogo de la taquicardia y las palpitaciones que teníamos desde el minuto '80. El relator Pablo Giralt de la TV Pública trataba de no llorar con cada segundo que pasaba, cada vez que la cámara enfocaba a alguno de los jugadores se los veía con ojos en trance con la pelota que solamente interrumpían si tenían que mirar al árbitro uruguayo a ver si pitaba el final, yo no podía revisar los mensajes de WhatsApp porque estaba al borde del llanto y doy por seguro que cualquier otro argentino en otro lado del planeta sufría el doble porque la señal televisiva le llegaba con delay. Pero después de los cinco minutos de agregado, y faltando siete segundos para que se cumplan, el árbitro mando las manos al cielo y silbó el final.

Argentina era campeón de América después de veintiocho años.

Había escuchado a un escritor argentino, Hernán Casciari, decir que "tenemos que renovar las hazañas para contarle a nuestros hijos y nuestros nietos", porque había gente de veintiocho años, con hijos, que no sabían lo que era vivir un país entero gritando campeón.

Está en la naturaleza del argentino ser futbolero, y no hay cosa más linda en esa naturaleza que ser y sentirse campeón. Pero este grito fue especial, porque era un grito que muchos nos guardamos por décadas, yo personalmente me lo guardé casi veinticinco años, y la gente lo necesitaba, por lo del Covid, por la economía de mierda, por gente que ya no está y que le hubiese encantado ver a Argentina campeón, por Messi, que fue el mejor e hizo lo que quiso en toda la competición y que se lo merecía más que nadie, por ganarle a Brasil, eterno rival, y porque Dios quiso que no le ganáramos acá en Argentina, sino en el Maracaná y por la mínima.

Me permito responderle a Hernán Casciari, diciéndole que ya tenemos una hazaña hermosa para contar. Y me disculpo con mi vieja, que cuando me fui a festejar al Obelisco y me dijo que me cuide, yo le respondí:

«Y si no me cuido y me cago muriendo, me muero campeón de América».

Pero soy así, los argentinos somos todos así, vivimos en torno al fútbol, pero la dicha y la desgracia de eso nos completa más a quienes vivimos de él.

martes, 2 de marzo de 2021

Pesadilla

Normalmente, la mayoría de las cosas que suelo escribir son inverosímiles, fantasiosas. A veces sí me doy el gusto de dejar en evidencia algunos episodios que ocurrieron realmente y, aunque quede en el lector la voluntad de distinguir si se trata de uno de éstos o los anteriores, siempre suelo darle desarrollo a mis historias con muchas gambetas a lo tangible.

Pero esta vez no.

Lo que me pasó en Julio del 2015 fue real. Tan real, tan en serio, que hasta el día de hoy recuerdo los detalles cómo si me hubiese pasado hace una semana, ayer o hace apenas unas horas.

En aquel año yo estaba muy bien, hacia pocos meses que había terminado el secundario, estaba de novio en mi plena adolescencia, buscando trabajo y habiendo pasado unas semanas en una casa de verano de Santa Teresita, justamente con la familia de mi novia en ese entonces. Pero hubo dos semanas en las que la pasé realmente mal.

Me acuerdo que fue días después de la Final que Argentina y Chile jugaron por la Copa América de ese mismo año, donde los andinos nos ganaron por penales y los argentinos quedamos aún más resentidos por el dolor que arrastrábamos hace un año por un gil que llamado Götze.

Estaba realmente triste, no solo por esto de los penales, sino porque por algún motivo en especial que aún no termino de descifrar precisamente, estaba muy bajoneado, inexpresivo. Me juntaba con mis amigos sin ganas, discutía con mi ex novia por boludeces, no tenía ganas de leer, ni de comer ni de nada. Pero donde más se reflejó, fue en los sueños.

Desde los trece años, y por un episodio similar al que estoy por contar, padezco de insomnio, y fue durante estas dos semanas que se intensificó. A veces amanecía agitado, sabiendo que había soñado algo pero sin recordar qué, me tapaba con la sábana ingenuamente, pensando que al hacerlo me sentiría más seguro, y automáticamente agarraba mi celular, para distraerme rápido y levantarme.

Fue así por unos días, tres o cuatro quizás, pero una mañana me desperté tarde, recordando lo que había soñado.

Cuando desperté traté de no hacer caso, de ignorar el sueño y olvidarlo. Sintonizaba canales deportivos, buscaba videos estúpidos en Youtube, le pedía a mi hermana que me traiga cosas a la habitación cuando en realidad no las necesitaba, pero me daba cuenta que se me estaba pasando el día, y no quería llegar a la noche sin haber hablado con alguien al respecto. La llamé a mi ex novia, y le conté.

En el sueño yo estaba solo, me sentía como si recién me despertara en la vida real, mareado, con los ojos achinados y el seño fruncido. Estaba vestido con la misma ropa con la que me había ido a dormir hace unas horas, pero no estaba en mi cama.

Estaba levantándome del suelo, como si me hubiese dormido ahí. Me incorporé despacio tratando de recuperar la vista, fregándome los ojos con las manos. No encontraba mis lentes, pero no los necesitaba, porque en el sueño yo no tenía los problemas de la vista que en la vida real sí tengo. Me despabilé, me puse a mirar alrededor y me di cuenta de que no estaba en mi habitación. Es decir, estaba oscuro, pero no lograba distinguir nada, no entraba ningún destello de luz de la ventana ni tampoco por debajo de la puerta. No estaba mi cama, no estaba mi placard, no había nada.

Lo único que se distinguía en el lugar donde estaba, era yo. Todo estaba increíblemente oscuro, y aunque buscara algún rincón remoto por donde entrara luz, no podía explicar por qué lo único que se veía nítidamente entre tanta oscuridad era yo.

Miraba para todos lados, buscando algo, o a alguien, lo que sea que me sirviera para darme una idea de donde estaba, para orientarme, pero no había caso. Empecé a caminar sin rumbo, pensando que quizás en algún momento me chocaría contra alguna pared y que entonces podría seguirla para toparme con alguna puerta o salida, pero no. Era un lugar sin fin, interminable.

En el sueño, yo era consciente de que estaba soñando. Y no me molestaba estar soñando aquello, supongo que me ganaba la curiosidad y que por eso no me despertaba, aunque ahora que lo digo, dudo que de haber querido despertarme, lo hubiese logrado.

Eventualmente, en un punto remoto del lugar donde estaba, llegué a ver un punto blanco. No sabía si era un destello de luz, o algún objeto, sólo sabía que era blanco y que estaba lejos. Empecé a caminar, y mientras lo hacía, me acercaba a lo que sea que fuese eso.

Caminé muchos pasos, y al darlos podía ir haciéndome ideas sobre qué era lo que veía ¿una ventana abierta? ¿un papel? ¿una cortina? Nada me resultaba concreto hasta que estuve a pocos pasos de distancia para distinguir que lo blanco, aquello que se se agrandaba mediante me acercaba, era un vestido.

Me extrañé. El vestido no se movía, estaba estático. Me acerqué aún más para ver que otra cosa se podía distinguir, y mientras más lo hacía, más me daba cuenta de que alguien lo estaba usando.

Pude distinguir detalles. Era una mujer, no podía verle la cara porque estaba de espaldas a mí, pero estaba descalza, era de mediana estatura, de piel pálida y tenía el pelo rizado y pelirrojo.

Al ver que era una persona pensé que le podía preguntar algo, quizás estaba perdido como yo y buscaba una salida de donde sea que nos encontrábamos.

-"Disculpame..." -. Le decía reiteradamente.-

Cualquier intento de comunicarme con ella era en vano, no me respondía, ni se movía. Simplemente estaba parada, estática, dándome la espalda. Yo no estaba tan cerca de ella pero sabía que no debía acercarme más, pero al ver que no me respondía me puse nervioso y empecé a caminar hacia ella de nuevo.

Otra vez, los pasos que caminé fueron demasiados, no era fácil acercarme, por alguna razón se me dificultaba cubrir una distancia más larga con cada paso que daba, pero al alcanzar cierto punto, noté un movimiento.

La mujer había girado levemente la cabeza hacia atrás, como si yo le hubiese llamado la atención, pero aún no se dejaba ver el rostro. Caminé unos pasos más, viendo como ella giraba su cabeza mediante me acercaba.

Me detuve, no estaba del todo seguro si en verdad quería verle la cara. Pero apenas dejé de avanzar, giró bruscamente y me miró a los ojos.

Era hermosa. Tenía unos ojos azules muy grandes, algunas pecas y labios muy rosados. Pero por alguna razón, me causaba un temor inimaginable.

La mujer, viéndome a los ojos y sin parpadear, empezó a caminar despacio hacia donde estaba. Por algún motivo no podía moverme, mientras ella me miraba yo no podía parpadear ni emitir ningún gesto, estaba paralizado y desesperado por no poder mover ni un dedo, usaba todas mis fuerzas para al menos dar un paso hacia atrás, y lo logré, pero cuando finalmente tambaleé para irme corriendo, los pasos que daba eran inútiles. No cubría distancia alguna, era como si corriese en el lugar, mirando para atrás para ver cómo ella se me acercaba sin ningún problema, sin dejar de mirarme fijamente.

Tropecé y caí al suelo, la mujer estaba a sólo diez pasos de mí y caminaba rápido. Empecé a hiperventilar, sentía como el corazón se me salía del pecho por el miedo que tenía, pero de alguna manera logré pararme.

Ella no se detenía, y cuando estaba a un metro de mí, estiré la mano involuntariamente hacia un costado agarrando algo. Era un hacha, no sabía cómo había llegado a mis manos pero sabía que tenía que usarla, o ella me iba a matar.

Sin dudarlo, levanté el hacha y la golpeé en el medio de su cabeza, tirándola al suelo, pero aún viéndola inmóvil quise seguir golpeándola más y más, y aunque quería dejar de hacerlo me era imposible, no me controlaba.

Le había desfigurado la cabeza por completo, si dejar rastro reconocible de ella o de los rizos que le crecían, pero por fin logré controlarme y dejé caer el hacha, agitado y cubierto de sangre, pero aliviado por la sensación de que había salvado mi vida de un final tétrico.

Me tranquilicé, respiré hondo y di unos pasos atrás, dejando caer el peso sobre mis rodillas, sin energía restante. Iba recuperando el aliento, y cuando ya casi me había calmado, vi que los restos de la mujer se iban juntando solos, como si los pedazos de su cráneo se uniesen unos con otros absorbiendo la sangre esparcida por el suelo, reconstruyendo lentamente la cabeza de la mujer tal cual a como estaba antes, pieza por pieza, mientras su cuerpo entero se incorporaba y se paraba firmemente frente a mí.

Entré en pánico, y cuando la cara de la mujer se había reconstruido por completo, abrió sus ojos, me miró fijo y seriamente me dijo:

-"Ahora... vos sos el siguiente"-.

jueves, 25 de febrero de 2021

Mito cordobés

En el 2006, cuando tenía diez años y recién había terminado cuarto grado en un colegio del interior de Buenos Aires, mi familia decidió que la vida en las zonas rurales de la Provincia era una mierda, y nos mudamos de nuevo para Avellaneda, que no es mi ciudad natal pero es mi hogar. Solamente vivimos aquel año en el interior, hacía menos de un año que nos habíamos mudado y me parecía raro que volviéramos tan pronto a la ciudad.

Con el tiempo llegué a entender el porqué de la odisea, pero era el segundo año consecutivo que me tenía que despedir de los amigos que había hecho y eso me rompía las pelotas, más sabiendo que había sido un año del orto, no tanto por la mudanza o por lo que me costó aprobar todas materias, sino porque Messi había ganado la Champions con el Barcelona de Ronaldinho y quería caprichosamente que también salga Campeón del Mundo con Argentina, pero perdimos contra Alemania por penales en Cuartos, y Messi no jugó ni un minuto de ese partido.

Mi vieja se dio cuenta de lo amargado que estaba y, para alejarme del quilombo de la mudanza, le pidió a mis abuelos que me llevaran con ellos a sus vacaciones en Córdoba. Medio de mala gana, aceptaron. Me llevaron a un hotel donde abundaban familias recién formadas, nenes de teta, jubilados, parejas lesbianas que decían ser mejores amigas para evitar la homofobia, plagas de saltamontes, agua turbia y el plantel de reserva de Talleres. Todo me llamaba la atención con facilidad, porque era la primera vez que salía de Buenos Aires y, para un pibe de familia conservadora, eso ya era mucho, pero más me inquietaban dos cosas: que los cordobeses hablaran estirando las vocales, diciendo "culiao" a cada rato; y que al lado de cada Coca-Cola siempre haya una botella de Fernet acompañándola.

No le di muchas vueltas al asunto y acepté esos factores comunes del ciudadano promedio cordobés que mezcla dos bebidas muy diferentes entre sí y que, para referirse a alguien, le recuerdan que tiene el culo roto.

Pasaron muchos años y recién a los diecisiete probé el Fernet por primera vez. Solo. Sin Coca. Porque me habían hecho una joda diciéndome que se tomaba puro y me la creí. Pero cuando cumplí diecinueve, y mi primera relación estable terminó, empecé una vida nocturna y borracha porque era medio estúpido y pensaba que así se curaba más rápido la herida del primer amor fallido, pero ya sabía que el Fernet se tomaba con Coca y que era rico pero peligroso, porque la gaseosa disimulaba la graduación alcohólica del Fernet y te ponía en pedo paulatinamente sin que te dieras cuenta.

Experimenté todas las facetas de la ingesta del Fernet Branca, me jactaba de ser un buen alquimista de semejante cóctel, y con razón, porque siempre me salía muy rico. Pero a pesar de disfrutar varias noches tomándolo y preparándolo como un crack, había algo que todavía no me cerraba sobre la bebida: el porqué.

De vez en cuando me preguntaba de dónde había salido la brillante idea de cruzar una bebida alcohólica amarga como un hincha de Gimnasia, con una bebida más bien dulce, gasificada y envasada en plástico. ¿Quién habrá sido el lúcido responsable de prepararlo? ¿Bajo qué circunstancia? ¿Cuál habrá sido la primer onomatopeya que alguien soltó después de dar primer sorbo? ¿Por qué?

Como si fuese por arte de la ley de atracción, una noche de mis veintiún años me junté a tomar algo con amigos y conocidos de una novia de aquel momento, pero entre los invitados resaltaba uno; un cordobés.

Lo pude distinguir al toque por como hablaba, porque eso los distingue muy fácil de entre otros argentinos. Estaba sentado, hablando con otra chica, fumando un cigarrillo y tomando Fernet con Coca en una botella de plástico cortada al medio, con mucho hielo y un poco de espuma.

Eventualmente nos sentamos cerca de él, hablamos de varias cosas poco interesantes hasta que me pasó la botella cortada para que tome, y le dije que estaba riquísimo.

Es que soy cordobés—, me dijo.

Creí entender lo que me estaba queriendo decir, pero igual le pedí que me explique.

El Fernet es cordobés.

Tenía sentido, porque recordaba que en Córdoba todo el mundo tomaba Fernet, a la luz del día o caída la noche. Entonces vi la oportunidad perfecta: un cordobés al lado mío, con un Fernet riquísimo, apropiándose del origen del Fernet, con una sonrisa y notable alegría al decirlo... tenía que preguntarle el porqué del Fernet, porque yo sabía que él lo sabía.

Pero... ¿por qué es cordobés?—, le pregunté.
Porque el primer Fernet con Coca se preparó allá— me dijo.
¿Y cómo sabes eso?.

El cordobés hizo un gesto con las cejas hacia arriba mientras se acomodaba en su silla, como si se preparase para decir algo importante, y empezó a recitar.

Según el, en Córdoba se manejan diferentes hipótesis sobre «el primer Fernet», porque en realidad ni ellos saben quien fue su inventor o cuando fue inventado, lo único que saben es que fue en Córdoba y punto. Pero la más famosa databa los años setenta: 

La teoría era que el cóctel había nacido en las canchas del fútbol cordobés, cuando los jugadores terminaban un partido y se refrescaban en bares aledaños con Vermut, vino de damajuana con soda o diferentes gaseosas. En algún momento, todo el alcohol de un bar se acabó, al dueño del bar le quedó únicamente una botella de Fernet Vittone y la distribuyó en partes iguales en vasos con Coca-Cola, para que alcance para todos.

El cordobés decía que esa teoría era buena, que el tinte "accidental" le daba folklore al asunto y que hasta sería capaz de creérsela al pie de la letra, de no ser por otra historia que conocía de primera mano.

Él tenía un amigo de la infancia, Tadeo, de Cosquín y de una familia que nunca fue pobre pero que tampoco gozó de lujos, tenía a su abuelo al que llamaban «Don Cáceres»siendo él el protagonista de la historia que estaba a punto de contarme.

A sus dieciocho años, en 1945, Don Cáceres trabajaba en una fábrica industrial de calzado en Córdoba Capital con sus dos hermanos y un amigo. Todos los días salía de trabajar y se juntaba con ellos a tomar Coca-Cola cerca de la primer planta de la marca en el país. Pero un día, uno de los hermanos de Don Cáceres contó que un compañero de él haría su despedida de soltero en su casa, en Villa Carlos Paz, que si querían ir serían bien recibidos. Todos aceptaron y, como no querían caer con las manos vacías, pusieron unos pesos entre los cuatro y compraron varias botellas de Coca-Cola para llevarlas en la camioneta.

Cuando llegaron al centro, su compañero de trabajo, que los esperaba, se quiso morir de la vergüenza, porque a su despedida de soltero asistirían invitados muy pudientes y pulcros, pero Don Cáceres y su junta, que estaban todos sudados y zaparrastrosos, le pidieron calma y disimularon lo desprolijo metiéndose camisa adentro del pantalón. Pero cuando entraron a la casa, todo el mundo estaba vestido con saco y corbata y, para colmo, estaban los Ulloa de Celman. Los dueños de la fábrica donde trabajaban.

Sorpresivamente para todos, la cena salió muy bien. Los Ulloa de Celman nunca se enteraron que los desarreglados eran empleados suyos, el anfitrión de la despedida de soltero estaba más tranquilo y, con el tiempo, todos los invitados empezaron a pasarse de copas, se terminaron todo el vino y solo quedaban las botellas de Coca-Cola que Don Cáceres y sus compañeros habían traído.

Los demás invitados empezaron a reírse y burlarse:

—¡Pero con esto no mareamos ni a Perón, muchachos!.

Casi todos se levantaron y se fueron a un rincón del patio a fumar, en la mesa nomás se quedaron Don Cáceres y su gente, el anfitrión de la casa y el menor de los Ulloa de Celman, que hablaba con ellos.

Don Cáceres empezó a sentirse incómodo, porque se había esforzado para comprar esas botellas de Coca-Cola, y ahora nadie se las quería tomar. Pero el menor de los Ulloa de Celman, Vicente, se disculpó por sus hermanos altaneros, les pidió que no se enojen y que, si querían, compartía unas botellas con ellos.

Abrieron cinco botellas, cada uno con la suya. Al principio nadie decía nada, pero el sabor dulce de la Coca-Cola les arruinaba el paladar amargo degustado con vino tinto. Así que Vicente, inesperadamente bondadoso, dijo:

—Ya sé, vos 'perate acá.

Los que quedaron en la mesa se miraron sin entender mucho y voltearon hacia Vicente, que traía en las manos una botella de Fernet Branca. Don Cáceres, confundido, le preguntó:

—¿Y eso que es, Vicente?—, preguntó Don Cáceres confundido.

Vicente tampoco estaba seguro de que una bebida digestiva como el Fernet Branca pudiera asimilar el sabor amargo del vino tinto, pero pensó que era la solución más rápida.

Como las copas de vino estaban usadas y las Coca-Cola se tomaban del pico, Vicente vació un jarrón de agua que estaba sobre la mesa, sirvió un poco de Fernet Branca y, arriba, vertió el contenido de todas las botellas de gaseosa que estaban ahí. Todos tomaron del jarrón, no se sirvieron en un vaso o en una copa.

Un grupo de trabajadores humildes y uno de los dueños de la fábrica donde trabajaban, estaban compartiendo un jarrón con dos bebidas completamente diferentes una de la otra, sin ningún tapujo, ninguna vergüenza clasista ni pudor de nada. Entre los seis, vaciaron el jarrón en no más de quince minutos.

Al rato, los demás que se habían ido a fumar, volvieron a la mesa y vieron al grupete de seis flacos, sentados, mirando el jarrón vacío, callados.

Les preguntaron si estaban bien, si les pasaba algo, pero ninguno dijo nada.

Cuando ya estaba por amanecer, varios invitados se empezaron a ir, los demás hermanos Ulloa de Celman se fueron, dejando a Vicente con Don Cáceres y su gente. Pero hasta el amigo de Don Cáceres, que manejaba la camioneta, le dijo a él y a sus hermanos que ya era tarde, que se tenían que ir. Don Cáceres les dijo a todos que vayan tranquilos, que mañana volvía caminando.

El anfitrión de la despedida de soltero, por su parte, se había quedado dormido sentado, en una de las sillas de adentro. De manera que los únicos que quedaron despiertos, fueron Don Cáceres y Vicente.

Éste último, aprovechando la situación, le preguntó a Don Cáceres:

—A vos te quedó otra botella, ¿no?.

 Don Cáceres, que seguía mirando el jarrón, levantó la mirada y le retrucó:

—Sí, ¿vos escondiste el Fernet abajo de la mesa?.

Vicente asintió.

Don Cáceres se escabulló en silencio hasta la heladera, intentando no despertar al anfitrión, para agarrar la última botella de Coca-Cola. Mientras, Vicente hacía lo propio llevándose el jarrón de vidrio a un rincón del patio.

Con los primeros rayos del sol, se sentaron en el pasto, Vicente sirvió un poco de Fernet, Don Cáceres vació la botella entera de Coca-Cola y empezaron a tomar sin cruzar palabra alguna.

De repente, Vicente pregunta:

—A vos te dicen Don Cáceres, pero... ¿Cómo te llamás?.

 Don Cáceres lo mira, y le responde:

—Fernando.

martes, 26 de enero de 2021

Mate frío

Cuando era chico tenía el inocente placer de quedarme escuchando a la gente contar cosas. Pero no cualquier cosa y no a cualquier gente, sino a los que tenían anécdotas atrapantes y eran hábiles para contarlas, de forma original y con la proporción justa de altanería, ni muy humilde ni muy engreído.

En Argentina esa gente es difícil de encontrar, porque los argentinos somos de creernos mucho cuando algo nos sale bien, de exagerar las cualidades de algo que hacemos o hicimos, de entrar en detalle sobre las cosas nuevas que nos compramos o de hablar de más cuando le contamos a un amigo o amiga lo que hicimos el sábado con la persona que nos gusta. Pero más difícil de encontrar es en Buenos Aires, aún en su interior, en la zona rural.

Allá todos son un tanto más simples, quizás no exageran las cualidades de lo que tienen o de lo que son, porque mayormente suelen ser gente bien acomodada que se relaciona con gente que también está bien acomodada, y entre paisanos es de pelotudo presumir una estancia cuando tu vecino tiene otra del mismo perímetro. Pero lo que sí mantienen en regla, haciendo honor al caprichito argentino, es el exagerar lo que a uno le sale bien, sea intencionalmente o de pedo, si querer.

El primer y mejor ejemplo cercano que tuve de alguien así, fue Claudio Monteverde, un camionero que trabajaba para Y. P. F. y que todo el año manejaba desde el Sur hasta diferentes puntos de Buenos Aires para distribuir nafta.

A Claudio lo conocí un día que acompañé a mi viejo a vender mercadería en el interior. Algunos de sus compañeros organizaron un asado en casa de alguien y cayó Claudio con su mujer. Los dos eran bien altaneros, bien hablados, increíblemente altos, morochos, narigones y demasiado feos, como los argentinos de bien. Pero lo que más resaltaba en Claudio no era algo de su físico o de su manera de ser, sino una peculiaridad que trascendía al facor común de los argentinos materos y que, entonces, fue la primera vez que lo vi y me pareció muy extraño: Claudio jamás, por nada del mundo, ni para cortar la carne del asado, ni para cortar el pan, ni para esconderse de los cuatro jinetes del apocalipsis, soltaba el termo de Acassuso que llevaba constantemente debajo del hombro.

Claudio, obvio, era hincha de Acassuso, pero si había algo que quería más que a su club o a su mujer, era su mate. Su termo y su mate, mejor dicho. No había motivo alguno que convenciera a Claudio de dejar el termo apoyado en la mesa, o de dejarlo en el camión o siquiera de colocarlo entre las piernas para que no le moleste al comer. El gordo se comía dos bocados de vacío y se cebaba un mate, pinchaba diez papafritas con el tenedor y se cebaba un mate, le daba un mordizco al choripan y se cebaba un mate, la esposa le pegaba en la nuca para que coma más despacio y Claudio, como si nada, se cebaba otro mate.

Pero lo más increíble, porque de verdad fue increíble, vino cuando el asado se acabó, todos nos llenamos y nos olvidamos de comprar flan para el postre, de manera que para saciar un poco las ganas de bajar el asado y de combatir los dos grados de temperatura que hacían, Claudio nos ofreció cebarnos mate.

Contento de la vida, Claudio puso una pava muy grande en la hornalla, fue a su camión a buscar la yerba Rosamonte que tenía detrás del asiento, llenó su porongo camionero mientras volvía a la casa, abrió su termo Stanley para llenarlo de agua y la ceremonia del mate estaba lista para comenzar con todos expectantes.

El primer mate fue para él, por supuesto, el segundo fue para su mujer, el tercero para el que estaba a su lado y así hasta que le cebó una ronda a todos mientras se hablaba de política, del precio de la nafta, de Susana Giménez o de si pensaban que River tenía posibilidades reales de ganar el Clausura. Pero entonces un compañero de mi viejo, un tal Cacho, alzó la voz entre todos los que charlaban para decirle a Claudio:
—"Che negro, te pasaste con los mates eh".

 Todos, al mismo tiempo, empezaron a decir que sí con la cabeza o soltaron un "See", para darle la razón a Cacho, quien tuvo la astucia de ser el primero en halagar los mates de Claudio y, sin saberlo, de iniciar lo que sería el tutorial más divertido de mi vida.

Claudio estaba contento, le habían dicho que le gustaron los mates, pero no solamente porque eran sus mates los que estaban ricos, sino porque Claudio era argentino, y un elogio para un argentino es un motivo para sentirse poronga. Claudio empezó a hacer caras, como si de satisfacción y euforia se tratasen, no sé que le habrá pintado para ir de un extremo al otro en la regla de los tipos de éxtasis que un argentino puede sufrir cuando toma mate, pero después de agrandarse, se sentó y tiró un "Gracias muchachos", frunciendo los labios hacia abajo como si ya supiera que sus mates eran halagables.

Pero al parecer, a Cacho no le alcanzó con decirle a Claudio que sus mates estaban muy pero muy ricos, sino que insistió y le preguntó:

—"¿Pero cómo hacé', boludo? Somo' catorce sentados acá, nos ha' cebado a todos y el coso ete' sigue como el primero...".

Claro, todos en Argentina sabemos que después de tantas cebadas el mate se lava, los palos de la yerba empiezan a flotar, y todo pasa de saber rico a saber a Riachuelo. Pero los de Claudio no, los de Claudio aguataron dos rondas con el mismo mate, sin cambiarle la yerba ni una sola vez y habiendo calentado dos pavas en la hornalla.

Entonces, Claudio, medio desganado por tener que revelar sus secretos materos a sus compatriotas paisanos ignorantes de la elaboración apropiada de un mate decentemente argentino y campiño, acercó la silla a la mesa, acomodó el culo, apoyó una mano en la madera y dijo:

       —"Yo nomás hago así, cuchá'...".

Todos prestamos atención a la manera en la que Claudio Monteverde preparaba sus mates mientras la mujer lo miraba con una sonrisa que por poco y le explotaba los pómulos. Abarcó todos los factores, el tipo de termo, los tipos de mate, los tipos de yerba, como colocar la bombilla, qué hacer con la bombilla una vez que ha sido insertada en la yerba dentro del mate, donde cebar el agua según el tipo de yerba que se esté usando, a qué temperatura debe estar el agua y cómo darse cuenta de cuando apagar la hornalla, hacia donde se ceba la primera ronda de mate y por qué es siempre a la izquierda y no a la derecha, cómo sacar la bombilla del mate cuando la yerba ya no tiene sabor y cómo colocarla del lado donde la yerba todavía aún no se ha mojado, cómo vaciar el mate sin dañar la madera de adentro y cómo saborearlo sin quemarse el paladar para los principiantes.

En ese momento me di cuenta que Claudio, además de ser un argentino feo, canchero y altanero, también era un apasionado. O mejor aún, un profesional. Un profesional del mate. El tipo podía trabajar para Y. P. F., pero su vocación no estaba en el volante del camión, o en llevar dinero a su familia para vivir cómodamente, ni en ver los partidos de Acassuso apoyado en una pared de la estación de servicio mientras espera que se le llene el tanque, sino que estaba en la extensión de sí mismo, su mate.

Todos estábamos más calentitos por los mates de Claudio, y yo personalmente estaba medio atontado por la increíble historia de amor humano-mate que me había contado. Pero por última vez, Cacho volvió a preguntar:

—"Pero cuchame, ¿nunca se te enfrían?"

Todos giramos la mirada hacia Claudio, quien frunció el seño y dijo:

       "No, jamás se me ha enfriao' un mate", con firmeza.

Entonces, el trapito del estacionamiento ingresa súbitamente al quincho de la casa donde estábamos y dice:

       "Patrón, había cinco camione' afuera, falta uno".

Inquietos, dejamos todo sobre la mesa y salimos a ver qué camión faltaba porque, obviamente, nos habíamos preocupado, y vimos que el camión que no estaba era el de Claudio, el último estacionado en la fila a un costado de la ruta. Todos pensábamos que quizás Claudio se había olvidado la puerta abierta cuando fue a buscar la yerba y que alguien aprovechó, cortó los cables y se afanó el camión cargado de combustible, otros pensaron ingenuamente que quizás Claudio lo había movido de lugar cuando fue a buscar la yerba o que, directamente, ya no se acordaba donde lo había estacionado.

Pero no, estuvimos unos cinco o seis minutos fugaces afuera, tratando de adivinar milagrosamente donde carajo podía estar el camión de dos toneladas cargado de litros y litros de combustible de Claudio.

Él, a todo esto, estaba estático, no emitía palabra. Sus neuronas trataban de conectarse después de varios años inactivas para tratar de descifrar qué dato se les estaba escapando a ver si podían hacerle recordar a Claudio qué había hecho la última vez que se subió al camión a buscar la yerba.

Y como un flash dramático, los ojos de Claudio se tornaron saltones, su semblante de duda pasó a ser de sorpresa y su boca se abrió como si hubiese visto a Maradona en persona. En un segundo, Claudio se acordó de lo que hizo cuando fue a buscar la yerba al camión, porque no había sido tan simple como el vagamente lo recordaba. Al estirarse para agarrar la yerba detrás del asiento, Claudio apoyó su brazo arriba de la palanca del freno de mano, que no estaba subida a tope, y se fue panchito con la yerba dejando el camión a la intemperie, a la suerte del destino y a la voluntad del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Todo ese acontecimiento le llegó a Claudio en un flash, pero un segundo después de haber recordado su travesía, se escucha una explosión gigantesca al fondo de la autopista.

El camión de Claudio, a su suerte, rodando marcha atrás sobre la ruta, se había chocado con otro camión que transportaba gas, que no vio venir el camión en reversa y se lo llevó puesto.

La explosión fue tal que me causó un susto terrible, no por el ruido sino por la escena que eso significaba, todos los que estaban con nosotros fueron corriendo hacia el lugar del accidente para ver si alguien seguía con vida, con Claudio entre ellos. Mi viejo también fue, pero me dijo que vuelva al quincho y lo espere, que ahí iba a estar más seguro.

Cuando volví al quincho me quedé diez o quince minutos mirando un punto fijo del susto que tenía, pero cuando un viento helado me sopló en la cara, me acerqué a la hornalla, todavía encendida, para calentarme un poco. Estando ahí arrimado vi que, sobre la mesa, estaban las cosas que todos habían dejado cuando se fueron corriendo para afuera, entre ellas el termo y el mate de Claudio cebado con agua. Pensé que podía tomarlo, para entrar más en calor.

Me acerqué, y tomé un sorbo del mate que Claudio había dejado. Frío.