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lunes, 30 de octubre de 2017

Los intocables.

Hoy no quiero entretener a nadie, hoy no quiero que me lean si esperan irse con una sonrisa, no quiero que sean testigos de un relato desafortunado. Hoy quiero avisarles que están a un párrafo de zafar de un trago amargo más.

Había salido a un bar por San Telmo, Sarah me había invitado porque estaba deprimida y quería compañía, y yo invité a Jimena.

Jimena es una muchacha preciosa y carismática, logré conocerla por medio de Marcos, un amigo que creí inseparable. Marcos tenía un ferviente interés sentimental en Jimena, porque hace unos años había vivido algo con ella y, ahora que ambos estaban solteros, él pensó en una oportunidad que él no sabía que nunca se le iba a dar.

Y yo sí sabía, y por eso invité a Jimena conmigo.

En el bar tomamos unas cervezas, nos caminamos el centro hasta Alvear y decidimos parar en un bar demasiado under para mi gusto, algo turbio, pero tenía una máquina de reproducción de los años 80' y eso estaba piola.

La noche precoz no se hizo esperar y Jimena, Sarah y yo nos volvimos para Sarandí. En el viaje hablé lo suficiente con Jimena para convencerme de que el ferviente interés de Marcos era verídico, porque yo también lo sentí. Y la besé.

Había coronado un arduo día de trabajo y una linda cena con algo que, por más pobre se considere, no lo borraré jamás. Aunque probablemente olvide lo que prosiguió a ese momento.

Días después, el parque no se hizo esperar, tampoco las torres, tampoco Palermo y mucho menos las sonrisas. Pero a todo esto, yo sabía que tenía que hablar con Marcos, porque si bien él buscó ilusionarse solo, también merecía una explicación que yo retardé por temor a herirlo.

Pero Marcos se enteró, porque Héctor y Gerardo habían hablado conmigo, y ellos pensaron que sería de buena gente adelantarse a mi responsabilidad de hablar con Marcos. Todavía bien no sé el por qué de su introspección.

A menos de una semana, Marcos ya sabía todo, Héctor y Gerardo cocinaron panqueques y mi otro amigo Gastón también estaba enterado por arte de magia. Y entre todos hablaron conmigo.

Es difícil escribir este relato sin capacidad radial sabiendo que no existo, que soy egoísta, que me acobardé porque no me dieron tiempo y que fui un mal tipo por virar en un camino en el que tenía luz verde.

Es muy difícil.

Más difícil es aún haber escrito relatos y borradores, o desarrollar ideas para futuras publicaciones hechas para ellos, publicaciones que se borraron en una íntima tristeza y soledad.

Y es que ya estamos grandes, muchachos. A nuestra edad se empiezan a tomar decisiones, porque 21 años no se tienen siempre, porque el que no arriesga no gana y el que no se suma a respetar, pierde. Y no hay de otra. Si estamos grandes para esto, estamos grandes para todo.

Y si tenemos que igualar códigos, debemos igualar códigos para todo. Códigos que ustedes, muchachos, me ignoraron siempre. Pero eso queda en su criterio, ahora eso es tema particular de cada uno, tema que ustedes no supieron afrontar en privacidad y que, ahora, yo no tengo por qué explicarlo.

Si renunciamos, renunciamos todos. Y ahora renuncio yo. Porque me entristece mucho a mis adentros no haber sido capaz de sostener una situación normal en un joven, pero más me entristece que ustedes no hayan sabido perdonar eso.

Yo no soy culpable de más aquello que les dije. Porque no soy el responsable de que estas cosas me pasen a mí, o de ser un imán de mala leche, o de que ustedes no tengan la misma suerte que, admito, yo sí tuve.

Es hasta hoy que a mi me duele, pero renuncio.
¿A esto se redimen las vivencias?

Una persona como yo, una persona calificada por ustedes, admite que sí. Pero admite que sí a sus términos. Porque, insisto, si bien mi conciencia no está tan tranquila, mi alto respeto hacia lo que soy y puedo dar, se hace notar todos los días.

Yo no sé si Jimena valdrá la pena. Hasta hoy creía que sí. Capaz mañana lo siga creyendo. Yo supe darme cuenta que bailar con ustedes por tantos años sí valía la pena, pero, disculpen, me vale más mi orgullo. Porque si no me tengo a mi, no tengo a nadie.

Y sí, hoy me siento como que no tengo a nadie. Pero eso se va a terminar, y lo de ustedes también, pero cuando eso pase, yo ya no voy a estar más.

Porque me fui, me fui de viaje con Franco. Y no sé cuanto dure, pero no estaré caminando más por Sarandí.

sábado, 7 de octubre de 2017

Tráfico de carritos

La primera vez que pisé un parque en mi vida fue a los 2 años, era un gordito tierno, con pelo parecido a las vellosidades del kiwi y lo suficientemente antisocial como para pretender que me lleven a pasear.

Yo vivía en el interior de la provincia, en 9 de Julio, mi viejo se había mudado por laburo y mi vieja, tontamente enamorada ella, le siguió el rastro de semillas para laburar por una miseria. Es hasta el día de hoy que creo que su único placer en aquella localidad desolada por la historia argentina era llevarme a pasear en el asiento trasero de su bicicleta antigua.

Para mí también había sido un año difícil. Y digo dicícil porque un nene a los dos años puede albergar recuerdos significativos, y nada más. Lo único que me acuerdo de esos tempranos años, es que en la guardería a donde me mandaban había una secretaria que nunca me quería dar otro vaso de jugo Ades de manzana, era una vieja mala, desubicada, andrógina y caricúlida, y todos los días me largaba a llorar por ir a esa guardería, porque no me quería topar con esa vieja de mierda.

La recuerdo firmemente, ¿vieron esas monjas de los orfanatos en las películas? ¿Esas que usan ropa gris y una túnica blanca atrás de la cabeza? Exactamente igual, pero con cara de chupar limón.

El día que más supe recordar de mis dos años de vida en aquel momento, fue que después de la guardería, mis abuelos me pasaron a buscar y me llevaron a la plaza más cercana de la avenida. No me alcanzan las palabras para describir lo mucho que me aburría estar en una plaza, porque no sabía treparme del pasamanos, le tenía miedo a los toboganes y cada vez que me hamacaba me hacía pis.

Todos los días me quedaba reguardado, tímido y antipático entre el calor de mi vieja y mi abuela, sin hablar y escuchando las charlas de adultos. Y mi abuela, siempre abriendo la boca cuando no le correspondía, en un grito muy resonante, me dijo:

-¡Hijito, mira a los nenes jugar con las palas y los baldecitos! ¿Por qué no vas y les pedís que te presten y jugas con ellos?

Por primera vez me las había ingeniado para putear a mi abuela en tres idiomas diferentes en mi mente. Porque no quería, estaba feliz sin jugar con nadie y tomando chocolatada, ¡yo no quería jugar con nadie!

Pero fui, porque me obligaron, me forzaron a socializar, pero en mi vano intento de ser simpático, lo único que supe decirles a aquellos niños que estaban construyendo castillitos de arena, fue:

-Dame una pala así juego con vos, dale.

Los dos pendejos me miraron con cara de "no debo hablar con extraños" y me ignoraron, pero después de insistirles mil veces más, se pudrieron y me dieron la pala rota, la que le faltaba el mango y se le escurría la arena por todos lados, la pala que seguro usaba la madre de ellos para levantar la caca del perro Alberto.

Esa fue la primera de tantas amargas experiencias en parques.

La siguiente, a mis 10 años, paseaba por la plaza central de la localidad con mi mamá y mi hermana, dormida en el carrito para bebés. Las tardes en 9 de Julio eran adorables, eso hay que admitirlo, porque es una localidad quedada en el tiempo, donde podés irte a dormir a las 3 de la madrugada sin cerrar la puerta central de tu casa con llave y no correr riesgo de que te desvalijen la casa, donde podías quedarte a tomar mate en la casa del profesor de dibujo de la cuadra y donde llegabas en bicicleta a cualquier rincón de la ciudad en unos pocos minutos.

Pero esa tarde, no fue adorable.

Paseando con ellas, a las 4 de la tarde, la plaza se lleno de madres con sus carritos portadores de bebés de 20 kilos cada uno, aparentemente se habían puesto de acuerdo para ir a tomar aire y mate a esa plaza. Pero no es que fueron todas juntas, no, estaban cada una por su cuenta, sin sus maridos, ni madres, ni suegras, ni hermanas, ni nada. Sólo ellas y los bebés que lloraban todos al unísono. Si prestabas atención se escuchaba una sinfónica de llanto y surro de bebés.

Me sentí tan incómodo de estar ahí, porque era el único acompañante de una madre con un carrito. Era el único varón ahí, y no sé por qué me sentía observado, invadido, acosado.

A mis 10 años, parecía ser que aquellas madres en la plaza, causantes y logísticas de aquel tráfico de carritos, detectaban mi cariño incesable hacia mi madre y los celos humeantes hacia mi hermana de año y medio. Era una sensación temblorosa por dentro, no porque no me gustaba, sino porque era cierto. Y desde ese día me realicé, a las malas, de que los celos no servían de nada, y que, algún día, mi demostración de cariño hacia mis padres en algún momento disminuiría considerablemente.

La última determinante, fue en el Parque Domínico, a cuadras de mi casa. Tenía un amigo muy cercano que se llamaba Gabriel, con quien siempre aprovechábamos los veranos para ir a la terraza y explotar petardos, o jugar a la Play o ir a caminar.

Un día, Gabriel tuvo bicicleta, y había empezado a usarla seguido, y a mi me dieron muchas ganas de tener bicicleta e ir con él a todos lados, pero no tenía plata para comprarla.

Yo no sé si habrá sido por lástima, por la falta de compañía o simplemente como un buen gesto que él le pidió a su abuela que me preste su bici. Una bici de los años 40', rosada y con canastito.

Sea por lo que sea, Gabriel se había sacado el gusto de ir a andar en bicicleta al Parque Domínico, acompañado y con una sonrisa de punta a punta asegurada. Pero yo la pase medio mal.

No por no disfrutar el día, sino porque el día parecía empedernido en no querer disfrutarme a mí.

A los pocos minutos de haber llegado al parque para pedalear, un grupo de lindas chicas que también andaban en bicicletas de última gama, me miraron y una de ellas dijo:

-Jajaja mirale la bici, mirale la bici...-, burlándose.

Se rieron todas juntas, me señalaron y giraron la cabeza para reirse una vez más. Y en mi fallido intento de demostrar que me chupaba un huevo lo que decían, me subí a la bicicleta con pedales de alambre y canastito y le jugué un pique a Gabriel y su bicicleta último modelo, sólo para demostrar que la tenía más grande que él y levantarme un poco el ánimo después de que un grupo de chicas lindas se haya burlado de mi.

Lo que yo no sabía era que, acto seguido al pique olímpico que le jugué a Gabriel, la bicicleta se descarrilaría, yo me iría a la mierda y el manubrio de la bici quedaría descalibrado, girando a la deriva sin permitir que dirija la bici.

O sea, le había hecho bosta la bicicleta a la abuela de Gabriel.

Es cierto que tuve malas rachas en lugares públicos, pero no todo fue malo.

Por ejemplo, en plazas de Avellaneda, Congreso y Recoleta, supe tener varias lindas experiencias amorosas, me reconcilié con un amigo, tuve mi primer salida en solitario con mi abuelo, mi primera caminata de charla de vida con mi viejo, declaraciones de amor, mates y anécdotas interminables con amigos, paseos virtuosos y poesías escritas en 20 minutos.

Es verdad lo que dicen que caminar, mirar por la ventana de un colectivo o tomar café en solitario son las mejores epifanías de tu vida. Es cierto que todo enseña de cierta manera, que cada rincón del país transmite algo, que uno adquiere vivencias con tal solo respirar.

Yo no sé que tendrán los parques, pero... ¿por qué enseñan tanto?