Traducí a cualquier idioma:

sábado, 22 de abril de 2017

La mejor de mis anécdotas.

Cuando la conocí yo tenía 16 y era un pibe perdido en la pubertad, con delirios de grandeza e independencia, con una familia que se caía a pedazos y la esperanza de encontrar a alguien que me haga feliz de a poco.

No fue cuestión de coincidencias que llegamos a estar casi cuatro años junto a ella, hasta hace un mes.
Me recuerdo los dos primeros meses preguntándole a dos de sus amigas si ella estaba interesada en mí o si quería que volviéramos a estar juntos como aquel día de Marzo del 2013. Y me recuerdo los dos últimos días pasando de pelearla paras ser feliz a ser miserable.


Es irónico que escriba esta nota o carta en una sección en donde varias de las mismas fueron dedicadas a ella. Era escribir una carta y recibir un comentario desesperado de amor de su parte, diciéndome que abrazaba una almohada para sustituirme o decirme que se moría de amor con cada palabra. Sí, me puedo acordar muy bien.

Y es aún más irónico que escriba esta carta como la última de su clase (o espero que no) y que sea dedicada a esta persona, que tanto hizo.

La mejor de mis anécdotas data de diferentes momentos que pudieron conformar los mejores tres años y pico de mi vida. Tiene nombre y apellido, tiene una nacionalidad un tanto diferente a la nuestra y es la flor más linda de su suelo.

Es por s razón que no supe darme cuenta a tiempo que hasta las flores más lindas del mundo tienen un abejorro que llega para dañarlas. No sé si será por cosa mía o por cosa de ella, pero sucedió.

La mejor de mis anécdotas sabe contar cuando toda Plaza Alsina temblaba cada vez que nuestros pasos coincidían, cuenta del Cine Atlas viniéndose abajo con cada selfie o beso que supo albergar y aguantar sin desmoronarse, cuenta de aromas e infinitos viajes por la provincia haciendo la nuestra y contagiando amor hasta el alma más fétida del conurbano.

Hay algo que pasa con las anécdotas:
Cuando las contamos, captamos la atención de todos en la mesa y hasta se pueden notar algunas risas, pocas veces los oyentes parpadean y transmitimos una visión de lo que pasó a aquellos que no vivieron esta anécdota. Pero cuando una anécdota termina, las risas disminuyen de a poco y damos lugar al postre, o a una mejor anécdota. Y quien la contó, siente satisfacción por haberla contado, pero ya cerró su boca pera escuchar otras.

La mejor de mis anécdotas podría nunca haber terminado, de hecho, todavía la sigo narrando, pero a veces es cosa del destino cuanto dura una anécdota, y no necesariamente las anécdotas deben terminar en Brasil.

Es muy bonito saber que fuiste anécdota de alguien alguna vez, es una sensación inexplicable, porque te sentís único en tu clase, tenes tu momento y nadie te lo saca. Así debe sentirse ella, única en su clase, porque lo es. Pero mi momento pasó, y si bien nadie me la sacó, yo siento una pérdida.

Siento una impotencia de no haber podido contar esta anécdota de una mejor manera, siento la necesidad de tratar de contarla de nuevo, contarla mejor y más alegre. Más cambiado. Siento la euforia de haber tartamudeado tanto cuando la conté, aunque sobre todo, siento nostalgia, porque si bien pude contarla, fue hasta un punto y después me quedé sin palabras, hay un espacio en blanco.

No sé si continuará, pero si se que voy a dejar de tartamudear y escupir al contarla, voy a dejar de desesperarme por encontrar un hueco de silencio para contarla y voy a dejar que (¿por qué no?) la anécdota se cuente sola. Que fluya.

Porque si las cosas no fluyen, dejan de existir. Y no hay peor cosa que una anécdota sobre una flor de suelo brasilero que deja de contarse sola por haber tartamudeado al contarla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Qué pensás?